Don Pessaressi fumaba su pipa cuando murió. Sentado en su
sillón de mimbre ubicado frente al ventanal del comedor
diario, parecía
vivo, tanto que permitió a su familia, reunida allí para
festejar
su cumpleaños, comer la bagna
cauda cumpliendo con todo el ritual
reglamentario dispuesto desde Cavour, la vieja ciudad
piamontesa,
desde donde el Nono había llegado con la candidez,
esperanza, energía,
nobleza y osadía que sus veinte años pudieron engendrar,
viviendo
en su terruño la miseria que la guerra apañó cuando el
siglo
Verde y ondeado terruño, idealizado y añorado en
vivencias
diluidas en los últimos tiempos, las cuales lo llevaban
no sólo al
llanto secreto, sino al convencimiento de que su ciudad
era todavía
como su mente siempre dispuesta imaginaba.
Mientras los panes, convertidos en náufragos por falta de
destreza,
flotaban hinchados en medio de la cacerola, colocada
sobre
un calentador encendido en medio de la mesa, y los cardos
crudos
y cocidos chorreaban salsa espesa, sostenidos por
tenedores ávidos
de bocas hechas agua, urgidas por paladear gusto de
anchoas, ajo y
leche cremosa, los ojos de don Vicente habían quedado
fijos, mirando
sin ver el horizonte más allá del cual tantas veces viajó
ayudado
sólo por su poder de ensoñación que crecía en la medida
en que sus
noches se acortaban.
A la sorpresa y confusión que siguieron al hallazgo del
pobre
Nono muerto, se unieron los deseos de todos por encontrar
en sus
pequeñas actitudes, los detalles necesarios relativos a
la forma en que
se llevarían a cabo sus exequias.
Todos coincidieron en que si bien el Nono había vivido en
la
Argentina –en Arrecifes exactamente– las tres cuartas
partes de su
vida, su gran ambición había quedado sin cumplir, murió
sin haber
podido volver jamás a su pueblo natal. Por eso, el primer
problema
que se planteó fue acerca del lugar a elegir para
enterrarlo y como no
tenían demasiado tiempo para decidir ese detalle,
pensaron que iba
a resultar más fácil si cada uno aportaba algún indicio que
aclarara
la voluntad del Nono.
No faltó quien recordara la bóveda familiar en Cavour, en
la
cual había un lugar dispuesto expresamente para él.
Atando cabos, llegaron a la conclusión de que si en vida
había
añorado tanto Italia, ahora que estaba muerto, bien podía
recibir de
sus hijos el postrer homenaje.
¿Repatriarlo? No demasiado convencidos, comenzaron a
poner
en marcha la idea.
Durante el medio día que les quedaba, cumpliendo cada uno
con su parte, preguntaron a embajadas, legaciones,
consulados, ministerios
y cuanta entidad existiera relacionada con dicho fin,
llegando
a la conclusión de que era prácticamente imposible.
Enviarlo
completo o reducido costaba una fortuna y eran tantas las
molestias
que ocasionaba, que decidieron por unanimidad inhumarlo
en el
panteón de la Sociedad Italiana en el Cementerio de
Arrecifes, su
querida ciudad por adopción y testigo además, de sesenta
años de
tránsito por el camino del trabajo en comunión con Dios,
como él
decía.
Faltaba una hora para terminar el velorio, cuando la
escribana
apareció por el lugar con una hoja de protocolo en la
mano, reclamando
la presencia de parientes directos.
En una sala cerrada, lúgubremente decorada con muebles
cromados
y vasitos de licorochohermanos
dispuestos descuidadamente
por todos lados, leyó el testamento que el Nono había
firmado no
hacía mucho tiempo, con el único objeto de evitar,
justamente, los
problemas que hasta una hora antes habían preocupado a
todos.
Como si se tratara de la voz del Nono se le oyó decir: “...Con
lucidez de espíritu, sano juicio y consciente de mi amor
por la Argentina
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e Italia, mis patrias, es que deseo descansar eternamente
en las dos, para
lo cual he encontrado solución en la cremación, en mi caso
aceptada expresamente
por la Iglesia, procedimiento fácil de realizar y de muy
bajo
costo. Pido a mis hijos, descontando disimularán las
molestias que seguro
causaré, que la mitad de mis cenizas sean arrojadas sobre
la chacra que
siempre trabajé, la que pasará a ellos como la ley
establece. Son pocas
las hectáreas y tantas las necesidades de todos, que no
quiero imponer
decisiones imposibles de cumplir. Pido asimismo, que la
otra mitad sea
enviada a Piamonte de la manera más fácil y BARATA...”
Al llegar allí, todos al unísono preguntaron ¿barata? ¿Dice
barata?
Ya sabían muy bien cuánto costaba enviar un cadáver a
Italia,
de cualquier manera.
Sin inmutarse, la escribana prosiguió: “...para que mi hermano
Doménico Pío Juan las disperse por mi región; él sabrá
cómo hacerlo...”
El acto terminó entre lágrimas y suspiros de alivio.
En la pequeña aldea de Bagnuolo y a muy pocos kilómetros
de Torino y de Cavour, Anunciatta Pessaressi cocinaba.
Mientras picaba
cebollita de verdeo, ajo y perejil, iba disponiendo a lo
largo de
la mesada los ingredientes previamente lavados que estaba
a punto
de utilizar. Sobre el fuego, una olla de treinta litros,
tapada, dejaba
escapar aroma de estofado.
Anunciatta estaba metida en ese atolladero, porque ese
mediodía
(al pensarlo comprobó que ya faltaba poco), comerían todo
lo que estaba preparando en lo de Enzo Pessaressi, su
cuñado, nuevo
Commendatore de Bagnuolo desde la tarde anterior.
El acontecimiento, que levantaba el prestigio de la
familia, repetía
para sus adentros, bien merecía un festejo al uso nostro.
Pero,
pensaba ¿por qué tenía que ser siempre ella la eterna
comedida?
Mientras preparaba las ensaladas, destapaba de tanto en
tanto
la olla para verificar el punto de lo que estaba adentro,
lavaba los
cacharros que se iban ensuciando y hurgaba en la alacena,
tratando
de encontrar la fuente ovalada para disponer los
pimientos que ya se
le pasaban. Se desplazaba por la cocina como una
malabarista, meneando
la cabeza de a ratos, estirando los labios hacia las
comisuras o
encogiéndose de hombros en actitud de entrega y con voz
resonando
a letanía, se escuchaba claramente contestándose a sí
misma: “mi sei
pá, mi sei pá...
(yo no sé... yo no sé.)”
Disgustada por la necesidad de tener que volver al
almacén,
nada más que por “no anotar”, raspaba un frasquito
tratando de
juntar, sin conseguirlo, un poco de pimienta, cuando sonó
el timbre.
Secándose las manos en su delantal, con la mirada
radiante de
cebolla y vapor, abrió la puerta distraídamente. El
cartero, levantando
a la altura de sus ojos un pequeño paquete estampillado,
sostenido
con la mano derecha haciendo de bandeja, le explicaba
sonriente
que venía de América. Después de hacerle el chiste
cotidiano sobre
el olor a ajo de sus dedos y rehusar el plato de sopa que
todas las
señoras le ofrecían, se marchó.
Sin perder un segundo, Anunciatta abrió la encomienda.
Debajo
del tarrito en el que claramente aumentando su alegría,
podía
leerse: Pimienta
Extra, Industria Argentina,
había una carta dirigida
al Nono Doménico Pío Juan y familia.
Suponiendo de antemano, pues así sucedía siempre, que
estaría
escrita en castellano, la dejó sobre la heladera. No hay
más remedio
que esperar hasta mañana para saber qué dice, pensó, e
inmediatamente
vació el contenido de la lata en la olla, la que por un
momento pareció exhalar un aroma especial.
Sí, el gusto es distinto y salió tan sabroso, decía
Anunciatta
orgullosamente a sus comensales un rato después, mientras
éstos ya
estaban a punto de chuparse los dedos, es porque está
hecho con
pimienta americana.
Al otro día, como todos los sábados, llegó desde Torino
Ruggero,
su hijo. Él era el único que podía traducir aquellas
cartas de
largo recorrido y estampillas tan hermosas que Anunciatta
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ba cuidadosamente antes de abrir los sobres, como esta
vez ya había
hecho con las que cubrían la encomienda.
Llamó a todos, a su marido, al Nono Doménico, hasta a su
vecina, la que convivía con ellos casi impúdicamente, al
punto de
haber sido invitada el día anterior al almuerzo en honor
de su cuñado,
el nuevo Commendatore.
Ruggero leía lo que antes había traducido mentalmente.
Más
allá de la sorpresa lógica que la noticia de la muerte
del Nono de
América causaba, notaba sin embargo, que todo lo que
decía iba
adquiriendo dimensiones inexplicables para sus oyentes.
Las caras de los que escuchaban se fueron transfigurando
hasta
quedar irreconocibles y los cuerpos de todos se retorcían
como al son
de un ritmo infernal. Exasperado y sin poder continuar,
mirando
fijamente la lata de pimienta que estática presidía
solemnemente,
desde lo alto de la heladera, toda la ceremonia,
preguntó: ¿Qué pasa?
¿Hay algo de malo en que hayan mandado las cenizas del
Nono en
esa lata para no pagar impuestos...? Todos dicen que en
la Argentina
son muy caros...
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