El HUMO
En
aquella ‚época, anterior al fuego, todo era sol y luz o penumbra de lluvia y
niebla durante el día y espesas sombras funerales bajo la inmensa bóveda del
cielo durante la noche. Sombras que, al girar amenazantes envolviendo con su
manto cuanto abarcaban, imponían, sin remedio, la más aterradora oscuridad.
Para los hombres, coincidentemente, todo era allí presencia pura y transmisión
oral.
Alguien,
un demonio quizá o acaso un ángel, tentando un fuego al que imaginó
cálido y capaz de iluminarlo todo, logró quemar sus propios cabellos a los que
envolvió, apretándolos en forma de cilindros, en hojas secas de alcanfor. Ello
así, para que no perdieran su genuina fragancia.
Ocurrió,
entonces, que el ardor sabroso, percibido al aspirar esa extraña cosa apenas encendida,
duró lo que el humo. Sin embargo, el
efímero placer del fumar otorgado por el pequeño fuego -adquisición previa a la
epopeya del dominio total de aquel otro fuego, el formidable- permitió a sus
gestadores,
así dijeron, el logro de una gran satisfacción en miniatura.
Minutos
más tarde. Sólo unos pocos, aquel fuego intrascendente, ahogado entre sollozos
y sin fuerza, trepando por un hilo, presagio negro de su propia suerte, se fue
apagando. Y así sucede siempre... desde ‚poca inmemorial, los fumadores lo
saben bien.
El
fuego afortunado, el verdadero, el que toma parte de la "feliz
coincidencia",
el que abrasa creando renovadas trascendencia, no consiguió aparecer sino más
tarde. Después de que a algunos hombres se les ocurriera convocar a gritos,
proferidos con toda el alma, a "la verdad". Verdad que a aquellos
hombres les estaba haciendo falta, en paralelo con la luz. De allí el reclamo
doble, iniciado con un solo grito determinante y establecedor de la meta a la
cual deseaban arribar. Grito proseguido con la ininterrumpida
repetición
de esa palabra "verdad", vocalizada y multiplicada en infinidad de
tentativas concretadas en pos de su logro. Todo, para que con la persistente
energía producida a partir de ese grito intencional –así dijeron y al fin lo
consiguieron- las tenebrosas sombras que generaban miedo a todos, llegaran a
neutralizarse.
Tanto
al convocador inicial como a los demás que le siguieron, no les fue nunca
posible encontrarse con "la verdad absoluta" cara a cara. Debido a
eso, ellos intuían no sólo su "relatividad", en función de las
precarias circunstancia del comienzo, sino también su "progresividad"
en la manera de manifestarse al hombre. Hoy, sin que a la especie humana la
movilice duda alguna al respecto y habiendo tomado conciencia de la existencia
de sendos atributos, asegura testimoniando, lo que el tiempo en su correr le
permitiera corroborar: Que la verdad, actuando en un todo de acuerdo con la
teoría de la evolución, cuyo fundamento se concretó mucho después, fue manifestándose
gradualmente a aquellos que, con energía, la convocaban. Y la verdad fue
manifestándose en etapas, cuyos segmentos denominados "capítulos",
para una mejor comprensión, dosificados en la medida que consiguieran
completarse, facilitaban la toma de posesión de "esa verdad
convocada", disminuyendo la distancia existente hacia la misma,
acrecentando "el saber" llamado también "conocimiento".
Fue
así como el pequeño fulgor de ese fuego generado para crecer
resplandeciendo
desde la nada se fue transformando en luz disipadora de tinieblas, proveedoras,
estas ultimas, a su vez, de terrores y ansiedades.
Ambos,
manipuladores intrigantes de sensaciones, sentimientos y pensamientos, los
cuales siempre giran alrededor de las dos perpétuas y antagónicas situaciones.
Las que, desde el origen de los tiempos y comprobadamente, generan en todo ser
humano inteligente muchísima impaciencia. El sabe que la felicidad de hoy,
indefectiblemente se encuentra condenada a trocarse, tarde o temprano, en
infelicidad. También sabe -porque la experiencia también se lo demostró- que la
infelicidad de hoy, por suerte, se encuentra, también, empujada a trocarse en
felicidad.
Ambas
posibilidades, respecto de cuyo cumplimiento consecutivo la ley de estadística
al presentarlas convence, inquietan al hombre tornándolo ansioso. Pero sucede,
entonces, que, al llegar a este punto, esa constante atención, unida a los
conocimientos gradualmente dosificados en capítulos, aprendidos en un primer
momento por transmisión oral y más tarde por transmisión escrita, gracias a la
feliz creación de la imprenta consigue, despejando incógnitas, calmar a cuanto
espíritu clame por aquietar su inquietud. Inquietud atribuida hoy, en gran
medida, al grado superlativo de ignorancia acumulada -léase oscuridad-. Aquí,
ya en esta instancia, no debemos olvidar que con la imprenta se logró facilitar
enormemente la trascendencia de su perpetuación a través de los tiempos. Y eso,
sólo con la simple presencia de la página escrita, es decir: sin la necesidad
de contar con la del emisor del mensaje/consigna/enseñanza. Por esta simple razón es que ya no existen
dudas al respecto: ese fuego trascendente -llamado así por cuanto desde su
interior emana potentes efluvios de
llamas generadoras de luz esclarecedora- torna posible el conocimiento de
todo
cuanto al hombre se le ocurra aprender investigando, experimentando.
En
fin, estudiando, en primer término, los antecedentes orales o escritos llegados
hasta él, respecto del caso, asunto u objeto colocado en la mira para su análisis,
para poder luego proseguir la tarea expresando, el consecuente al cual se ha
accedido. Consecuente que, de considerarse necesario, ser recogido en un
texto con el cual conseguir ser proyectado hacia la posteridad.
El
texto de la leyenda del fuego exaltador de la lectura gozosa, a la que se le
atribuyó el análisis precedente, obrante en un rollo de papiro encontrado
dentro de un cofre cerrado, desenterrado bajo uno de los árboles del
Monte de los Olivos, lugar en donde predicó Jesús, probablemente fue el
siguiente: "Había una vez un fuego fatuo dentro de un cigarro alcanforado
al que correspondía una pequeña llama de luz intrascendente". Fuego y
llama fueron transformándose entre los dedos del fumador hasta convertirse, en
muy
corto tiempo, en un hilo negro de humo, elevándose desde un montículo
insignificante de cenizas ya despojadas de toda energía.
Sobrevino,
luego, otro fuego: El feliz fuego verdadero, llamado fuego afortunado en razón
de su trascendencia". El cual a partir de su inicial resplandor mantuvo
viva la portentosa y clara llama otorgadora de la luz que hace posible, a los
hombres, acceder al conocimiento gradual.
Conocimiento
que, sistemáticamente dosificado, es entregado a éstos en capítulos progresivos
con cuya fragmentada fórmula de lenta asimilación consiguen el delicioso goce
-éxtasis interior- que proporciona la ascensión al aprendizaje, segmento
inicial del magno emprendimiento que constituye el extenso viaje hacia la
sabiduría".
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