El olor de la fritura de mis empanadas, bajo la
lona de mi tienda, se mezcla con el de la yerba buena que brota de la tierra
húmeda de lluvia. Milagro producido anoche quizá para festejar el día del
Santito. Mi amoroso y sumiso guardián. Indispensable objeto de mis súplicas
infinitas. Partícipe insospechado de mi recóndito malestar, fruto multiplicado
de mi eterna caída.
Santito. Ni todo Renca te quiere como te quiero
yo.
Por fin... Por fin asoman las carretas.
Los años anteriores, a esta hora, ya estaban
dispuestas frente a la iglesia o alrededor de la plaza y su gente armando las
tiendas para pasar el día. Canto, vino y amor para servir al Santito, el que
por esperarlo todo, justifica todo, siempre.
Desde aquí observo el andar de la primera carreta
acercándoseme lentamente, seguida por una larga fila de imagen borroneada, que
termina en un punto turbio y espeso. La miro fijamente y el destello del sol
entre la polvareda parece llenar de pájaros luminosos su llegada. El marrón
quiere ser verde y sólo consigue confundirme. Veo trazos amarillos y otros sin
delimitar que juegan con las formas. Los bueyes hunden sus cabezas y dejan que
yo los imagine todo cuerpo, todo patas, todo lomo... Todo sombra brumosa.
Se forman y deforman. Se sumergen en la tierra
barrosa y en el polvo ligero que lleva el viento y avanzan pesadamente.
Así los veo. Bultos arriba y más abajo luz. Cajones
enganchados y sobre ellos la nube que sólo la envuelve a ella, delirante
viajera deliciosamente interpretada por su propia imagen de mujer hundida en su
vigilia esperanzada. Deslizándose ahora sobre los sucesivos escenarios
encendidos con brasas arreboladas, dispuestos a los costados del camino. Majestuosamente
espejada en este instante, en las numerosas, multiformes y abrillantadas lentes
llamadas charcos. Silenciosos testigos ocasionales. Verdaderos captores de efectos iluminados, tales como las repetidas
y extensas pobrezas reflejadas. Pobrezas pasajeras sólo para el que viene o se
va y según sea su velocidad de marcha. Pobrezas indudables pero poseedoras de
tal magnitud de claridad que reconocer su causa
verdadera, ente las tantas posibles, existentes a la vista tan sólo en el
extenuado cansancio de gran parte del género humano, proveniente de su obligación
de soportar con el alma el excesivo e incalculable peso de su cielo ilusorio,
se hace fácil para el que permanece quieto.
Camisa blanca como la mía aquel día. Chispas y
luces, pájaros y risas que la unen a él. Él, el mejor, el único, el que logró
no convencerla, como todos dirán mañana, sino el que se animó a invitarla sabiendo
que ya había ella aceptado de antemano.
Brazos fuertes, frente ancha, torso amplio y
protector. Mirada lejana. Casi diría que me alcanza como yo a la de él. Mirada
exactamente igual a aquella otra que ya no percibo, aunque sus ojos me sigan
mirando, pero que permanece intacta dentro de mí para recordarme insolentemente
mi caída, mi llegada urgente con ritmo de huida. Del cerro al llano. Con él.
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