que enjambres de
abejas rociaban con miel.
Y así presentado:
dulce y sin neblina
se instaló en mis
ojos y me fui con él.
Cuando está conmigo,
no debo olvidarme
que en su abrazo
acuna mi razón de ser.
Pero estando lejos
deja de ampararme.
Su ausencia me
abruma, me invita a caer.
Si se queda inmóvil,
flecha demorada,
luna detenida
menguada de luz,
sin ser firmamento,
ni cielo ni nada
se convierte en sombra
de mi propia cruz.
En cuanto despierta y
entra en su mirada
la carga de angustia
que intento calmar,
me ofrece su barca;
la aferro aterrada
mientras leva el
ancla para entrar al mar.
Mi norte -trepado a esa
flecha cohibida
del plano aún
latente; sin activación-
con la luz de un sino
orientó mi huída
y hacia el horizonte
impulsó mi acción.
¡Ningún ser viviente
traspasó esa línea!
-Me alertó el destino
prendiendo un farol-
Y al verme alejada de
esa franja ígnea
me quedé a la espera
de la luz del sol.
Amanda Patarca.
(Extraído del libro El altar de los acordes, en Sol Mayor)
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