I
¡Cómo haber descripto antes esa casa, mi casa, si todavía
no la tenía comprendida!
Sabía, aunque intuía que no era ése, precisamente, el
detalle significativo de mayor peso, que se encontraba en lo alto. Y que sus
cimientos, proyectados como para sostener la más poderosa fortaleza del
momento, fueron levantados, fuertemente construidos, sobre una extensión
estratégica e inteligentemente elegida. Tierras éstas que por haber sido
consideradas nuestras a través de los
sentimientos de los antepasados, resultaron mías,
sin títulos concretos.
Describir la casa que resultó, se me hace imposible pero,
paradójicamente, es esa tremenda imposibilidad la que me impulsa
instintivamente, es decir, sin resortes de control, a lograr mi propósito
especialmente hoy y de hoy, este momento.
Mi casa era muy grande de verdad. La vi grande de chica y
la seguí viendo grande a medida que el tiempo iba pasando y aún hoy insisto en
verla grande, quizá por aquello de los cimientos y de la extensión estratégica
de sus tierras.
Estaba construida sobre el peñasco más alto. Dicen que
para preservarla de las inundaciones. Pero ya sabía yo, porque lo pensé mil
veces, que si se salvaba de las inundaciones por estar arriba, no se salvaría
de algún desmoronamiento. Creo que comencé a pensar en eso cuando la palabra relatividad encendió sus luces para que
yo reparara en ella y la dejara entrar en mí como lo hice, orgullosamente
convencida de mi nueva adquisición.
Mi familia, a pesar de habitar en lo alto, en una casa
amurallada y cimentada con la hidalguía de nuestra estirpe, sufrió la afrenta
de la invasión de su intimidad por la imposición espartana del imperio del orden.
Los intrusos despojaron, a cada uno de los que componíamos el grupo
-entre los que me incluyo- de todas sus pertenencias. Y a tal extremo llegó la
usurpación que, adueñándose del brillo de nuestras miradas, de la expresión de
nuestras sonrisas, de los rasgos característicos de nuestras facciones,
resultantes forzosos de nuestra forma de ser, manteniéndonos secuestrados y en
total aislamiento, como para impedirnos ser escuchados cuando nos destrozábamos
reventando de indignación, no sólo ocuparon nuestros lugares, sino que más
tarde engolosinados por la situación, se endeudaron con vecinos, comerciantes,
amigos y clientes nuestros, bancos y sociedades nacionales y extranjeras,
invocando nuestros nombres, usando de nuestras garantías y representándonos con
tanta autoridad, audacia y señorío, que confundiendo estar con ser, se
transformaron en nosotros,
completando nuestra ruina.
Gritos y sollozos cada vez más cansados se acallaron,
primero entre las mullidas paredes de nuestros dormitorios; más tarde, dentro
de las dependencias graníticas subterráneas que constituían la gran planta
conservadora que llamamos cave en
homenaje a la parte francesa y nord-Italica-española de nuestro ancestro y a la
que accedimos por última vez, sin lograr poder desandar nunca más ese camino,
descendiéndolo por la húmeda y acaracolada escalera, confinada en mi
subconsciente, responsable de las exigencias que mi cuerpo le impone a mi
memoria cuando, necesitado, decide rescatarla, separándola de la bruma que, por
lo general, la desdibuja.
No puedo saber cuánto tiempo estuvimos en tinieblas,
alimentándonos solamente con lo que sin pensar habíamos resguardado para
conservar. Lo que sí puedo precisar, es la fulgurante diferencia cuando, luego
de encontrar el pasadizo intuido y de recorrer arrastrados y a oscuras la
distancia interminable que nos separaba de aquel otro lugar misterioso,
anhelado y temido, la luz llegó a nosotros limpia, comprensiva, sabedora de
nuestra lentitud y como desafiando imprudente a los que nos habían infligido
aquel refinado suplicio.
Ese encuentro fue como una explosión de sosegada belleza.
A través del orificio el paisaje inconmensurable,
abrumado por el peso del resplandor, obligó a mi razón, que había permanecido
hasta ese momento en actitud de cautelosa espera, a colocar las manos a los
costados de la cara a modo de paréntesis, sólo para penetrar en mi interior
transformado. Aquel paisaje, más que una realidad, parecía una explicación
profunda y silenciosa surgida desde las entrañas de la tierra. Y como no podía
ser de otra manera, ya que habiendo subido nos encontrábamos en la cumbre pero
del otro lado, debíamos descender para
salvarnos. Y, entonces… nos aprestamos para el descenso. La nieve cubría las
laderas imposibilitándonos encontrar algún camino. Mirando para abajo el plano
se inclinaba más y más. La ley de gravedad hacía lo imposible por entregar
nuestros cuerpos al valle inferior, distante kilómetros y kilómetros, nadie
podía precisar cuántos, y muchos días de marcha entre grietas, pasos de agua,
abismos, quebradas, vertientes, paredes heladas, ventisqueros...
Cuando el grupo se organizó, muchos ya no estaban allí.
La tensión, el ímpetu, la imposibilidad de la espera programada, los precipitó
haciéndolos estallar en la revelación de la incógnita final.
Nos restaba la esperanza de encontrarlos a salvo Los más
cautos emprendimos el descenso programando cada paso, minuto a minuto, sin
dejar que nada quedara librado a la deriva, ya que un paso en falso
significaría caer al abismo, abrazado a la fatalidad, descontroladamente.
Sin brújulas, sin sentido orientador, con pocos víveres y
un solo recipiente conteniendo agua, nos largamos barranca abajo, pensando
solamente en el maravilloso milagro de la vida palpable. Al cabo de millones de
días nos encontraron. Parece que, del total de los que componíamos el
eterogénico grupo de parientes, los respetuosos defensores de los valores
establecidos en nuestros estatutos, han quedado reducidos a menos de la mitad.
Lástima, porque ahora sabemos por experiencia propia o mejor dicho: por lo que
fue pasando: que para lograr ciertas cosas el número de la minoría no alcanza.
II
De
los actos decisorios del ser humano, el matrimonio es el fundamental, no sólo
porque lleva a concretar la existencia de una nueva familia, sino además, por
las consecuencias de todo tipo que de esa unión suele derivar. Ayuda mutua,
amor recíproco, entendimiento, cooperación, por sobre todo, cooperación. En
ella, todas estas obligaciones deben encontrarse relacionadas. La familia es la
base de la sociedad y la sociedad componente esencial del estado; del estado
que es orden, continuidad en la responsabilidad y felicidad para todos. El
hombre es a la familia lo que la familia es a la sociedad, lo que la sociedad
es al estado, bajo el impero de la ley, rigurosamente interpretada.
Eso fue lo que dijo el fiscal en el juicio que contra
nosotros iniciaron, muy pronto, nuestros acreedores, ex-amigos y vecinos,
comerciantes, gerentes de bancos, y directores de sociedades anónima nacionales
y extranjeras, relacionados económicamente con nosotros, desde tiempo
inmemorial, con los cuales, invocando nuestro nombre, operaron nuestros
captores.
Aún hoy, todos quieren cobrar los créditos que quedaron
pendientes de pago. La casa no se vendió porque su precio verídico, imposible
de determinar honestamente, nos hubiera obligado a establecer un precio de
plaza que, por vil, no hubiera alcanzado. Tampoco a cubrir nuestra dignidad.
Pero como somos honestos y, de alguna manera, queremos entregar, a cada damnificado
lo suyo, ya que no tuvimos la intuición necesaria como para contratar a nuestro
favor un seguro contra estafa, nos fuimos construyendo como para soportar este tiempo
de angustiosa espera de tiempos propicios, con la ayuda de algunos hierros que
logramos esconder, sin que ninguno de nuestros captores se diera cuenta, una
gran jaula, dentro de la cual todavía nos encontramos amparados de los rabiosos
y de los sucesivos ocupantes, ninguno de los cuales demostró virtudes como para
recomendar. Ella nos está sirviendo como receptáculo de preservación y de
producción, dentro de sus dimensiones, de lo considerado necesario para
sobrevivir. Ya que el tiempo lógico de nuestra vida no dará jamás la
posibilidad de recuperar, medido en grado de sosiego, lo que esa deuda, la
expresada nos ha hecho perder. Como tampoco las sucesivas deudas sobrevinientes,
generadas por los consecutivos nuevos moradores, consideradas, de igual manera,
impagas por los integrantes de la comunidad enjaulada.
Desde
aquí, detrás de las rejas, observo otro precipicio. Parece más profundo que el
que pudimos dominar. Viviremos aquí hasta que la necesidad nos haga amoldar la
conciencia al curso de los acontecimientos y hasta que convencidos, así como
construimos esta celda con el propósito de refugiarnos, la volvamos a desarmar
para lograr la libertad, cuando las circunstancias sean propicias.
Desgraciadamente, la palabra grupo
está perdiendo su significado original. Creo que uno a uno irá saliendo a
medida que encuentre la forma de hacerlo sin comprometer al resto. Esta es la
única actitud coherente del hoy llamado espíritu
de grupo.
Todos los que estamos encerrados aquí, en este momento,
sabemos sin embargo, porque lo intuimos antes de haberlo pensado, que debe
haber otra salida, aunque la desconozcamos en la actualidad. Detrás de lo que
imaginamos nuestra jaula veo el paisaje helado, incoloro, el que desanimado me
descorazona invitándome a dudar. Alargo la mano para tocar lo que parece nieve,
pero debido al fragor de la batalla librada dentro de mí, extravío la vigilia,
me distraigo, pretendo volver a la situación inicial, pero mis dedos se han
quedado pegados al peñasco nevado, luchando contra el calor extraño que irradia
esta tierra que, rodeándome, me abraza, tratando de despojarme de la energía
que produzco para entender. El paisaje blanco, contrapuesto al cielo, cobra
colores alucinantes. El rojo, el amarillo, el violeta, el azul... Se apretujan
mutuamente. Cada uno quiere predominar en mi pupila, luchando contra los otros.
Uno contra uno, luego uno contra algunos, uno contra muchos, aumentando así
casi imperceptiblemente la interrelación, hasta culminar en una gigantesca
batalla campal, en la cual los colores ensañados, sobre todo los más prepotentes,
se agreden entre sí. Y como quien
encierra en un baúl los harapos de una época ya pasada, cierro los ojos y
mientras aprieto fuertemente esos colores sublevados contra mis párpados, para
que con sus últimos estertores mi alma logre nuevamente encontrarse con la paz, comprendo que todo fue una terrible
ilusión. El paisaje vuelve a ser blanco, no sólo para mí, sino también para
todos los que tomados de las rejas y a mi instancia exclamamos: NIEVE, BLANCA,
FRÍA, con el único fin de mantenernos no sólo en comunicación lógica, sino con
el entendimiento, transportado a común denominador, lo más verídico posible.
Aquellos que flotaban atravesando rejas y cuerpos
macizos, desconociendo la fuerza de gravedad o ignorando la composición de la
materia, se volvieron a ubicar naturalmente en sus lugares para iniciar, con
todos, la búsqueda.
FIN
Amanda
Patarca
No hay comentarios:
Publicar un comentario