Cristina y Beatriz refugiadas en la galería de
“La Verde”, descansaban del trajín que el trote de sus caballos les provocara.
Una hora diaria de cabalgata, el secreto de su esbeltez, sólo se contrarrestaba
colocándose al paso de la brisa que cotidianamente y debido a la orientación de
la casona, circulaba entre la escalinata y la puerta principal. La sombra de
“La Verde” se hacía ver a esas horas, manchando aquella claridad sin límites,
marcando el camino inevitable de la entrada con pinceladas de colorido vegetal.
La sombra de “La Verde” también se hacía sentir a esas horas cuando, penetrando
los cuerpos y tornándolos dóciles a su influjo, les permitía intuir que esas
siestas de vigilia acalorada eran parte del reflejo condicionado adquirido sin
mayores esfuerzos, por el solo hecho de ser no solamente habitantes con
derechos indiscutibles sobre esos lares, sino también sólidos eslabones de
aquella maciza cadena de noble y codiciado metal, el abolengo, llamado
substancialmente la rancia estirpe.
A veces tejían, otras leían o escribían cartas;
casi siempre, todo lo hacían sin mucha convicción. Las horas debían pasar a
pesar suyo, como debían pasar las cosas que aún no habían acontecido, tal cual
habían pasado ya, formando parte integrante de su existencia, los
acontecimientos que hicieron de ellas lo que eran, involucrando también en ese
pensamiento, todo lo olvidado y hasta todo lo ignorado.
En ese instante, alrededor de ellas, sólo silencio
y voladitos de crochet salpicados de a ratos por luces movedizas acostumbradas
a amarillar, desde siempre, rutas obligadas de origen infinito.
¡Qué lejos está nuestro futuro! pensaban sin
pensar; sin darse cuenta.
Beatriz: -¿Te enteraste, Cristina, que von dem
Bussche Hadenhausen murió, no?
Cristina: -Sí... me enteré cuando escuché a mamá
contárselo en voz muy baja a papá. ¿Por qué será que a nosotras todavía nos
ocultan ciertas cosas? Especialmente las que ellos consideran tristes... Ya
somos grandes, caramba...
Beatriz: -Pobre von dem Bussche... Cada vez que
pronuncio su apellido me estremezco. ¿Qué querrá decir?
Cristina: -No sé... Todavía no puedo creer que se
haya muerto... Pero qué apellido tenía.
Beatriz: -Sin embargo y a pesar de que su pronunciación,
cae muy bien, yo estoy totalmente convencida de que su traducción puede llegar
a tener un sentido que raye con lo ridículo. Guiso de porotos, por ejemplo.
Personalmente pienso que a algunos extranjeros no les convino la traducción,
por eso no dejaron que se la hicieran.
La voz de la abuela, desde el interior de una de
las habitaciones, se escuchó clara, precisa:
Abuela: -Bueno, bueno, bromas aparte. No olviden
que ese hombre ya está muerto.
Beatriz: -No, no lo olvido y para que veas que mi
crueldad no es de uso exclusivo para lo de afuera, abuelita, recuerdo y lo digo
bien fuerte, que nuestro apellido, Faust, quiere decir cucharón ¿no es así?
Beatriz había gritado para que también la abuela
escuchara. Luego de una pausa y dirigiéndose a su hermana dijo:
Beatriz: Cucharón, así como suena. ¿No lo sabías?
¿Me querés hacer el favor de no reírte?Y no me digas que no viste el cucharón
en medio del escudo que cubre la chimenea. ¿Y el que se encuentra sobre el
portón del salón de carruajes? Yo lo sé porque abuela me lo hizo notar. Ese día
me contó una historia que ya ni recuerdo. Era tan extraña que parecía
inventada.
En el departamento de la calle Guido, Cristina
embalaba las últimas cosas de valor que le quedaban luego de vender su parte de
campo y el resto de su fortuna. Quince años de matrimonio feliz, cuatro hijos
-hijos llenos de la energía necesaria como para no hacer decrecer la tensión de
los obligados a verlos crecer día a día- y otros tantos malos negocios, dieron
como resultado la situación imperante.
La maravillosa fábrica de cajas fuertes y carrocerías
especiales había cerrado; la recesión y la competencia mal entendida por los
gobiernos de turno, fueron las que, marcando profundamente las huellas del
camino emprendido, los hicieron desembocar inexorablemente en la quiebra y el
desprestigio.
Mientras se enjugaba las lágrimas con la manga de
la camisa desaliñada, preguntándose ¿por qué, por qué? a cada instante,
mientras recordaba sin solución de continuidad los años dorados vividos en “La
Verde”, la hermosa Verde, que ya no le pertenecía ni a ella ni a ningún Faust,
el timbre sonó una, dos, mil veces hasta que la puerta se abrió empujada desde
afuera. Entonces se oyó, como si se tratara de una voz de ultratumba, el nombre
y apellido del que, presentándose, dijo ser el Oficial de la Justicia. Al concluir
éste la simple indicación realizada con la ayuda certera de un lápiz faber
número dos, su ayudante cumplía la orden anotando. De esta manera se iba
llenando la trágica lista de objetos embargados, los cuales cubrirían apenas el
valor de la deuda exigida.
Al llegar a la caja de madera, la abuela que estaba
presente, exhalando un suspiro -previo grito de indignación- se desmayó en
brazos del escribiente ayudante, el cual sin disimular su disgusto, imitando el
gesto de su jefe y sin decir palabra, la depositó sobre un sofá, el que integró
en forma inmediata la lista iniciada minutos antes.
-¡No, por favor, los cubiertos no! No pueden
embargarlos; son un recuerdo muy querido de familia...
Mientras anotaba, el hombre explicaba a Cristina
que no tenía más remedio que hacerlo, pues al ser un muy querido recuerdo de familia, ellos mismos se encargarían de
pagar más rápido esa deuda, como para no tener que desemabocar en el remate que
hoy mismo se encargaría de pedir el abogado del caso.
-De todos modos- le dijo -todo lo embargado
quedará en su poder porque desde ya, la nombro a usted depositaria y si tiene
algo que objetar, deberá hacerlo por escrito y en el expediente respectivo- y
volvió a repetir -res-pec-ti-vo.
La abuela despertaba lentamente con los ojos idos
y sin coordinar las ideas, en el preciso instante en que Cristina y su esposo,
abrazados, lloraban acariciándose y prometiéndose mutuamente venganza contra el
agresor.
A la mañana siguiente, recapitulando, consecuencia
de una buena dosis de calma valium,
decidieron que como todo aquello había sido un atropello, el juego de cubiertos
debía ponerse justamente a cubierto de las contingencias de un juicio como ese:
arbitrario, injusto y desigual y que lo mejor sería declarar la propiedad de la
abuela sobre los mismos.
Para reforzar lo dicho, el escrito presentado no
sólo contenía la aseveración de ese hecho, perfectamente comprobable por lo
verídico, sino además la constancia por parte de los demandados de una circunstancia
que, de no comprobarse lo contrario, habría de ser la determinante del desembargo
inmediato de los mismos. La constancia referida certificaba que aquellas piezas
de plata maciza, eran las únicas y últimas que poseían a punto tal, que debían
usarlas a diario.
Cuando al día siguiente el Oficial de Justicia, ensiamesado con su escribiente, se
presentó justo a la hora del almuerzo, con el único fin de verificar lo
afirmado en la segunda parte del último escrito presentado, pudo observar con
sus propios ojos y apreciar, lo que era una auténtica mesa de abolengo.
Los cubiertos refulgían. La luz de los ventanales,
abiertos de par en par, mostraban en toda su grandeza aquel sin par despliegue de digna arrogancia.
El cucharón, colocado al bies y al alcance de la abuela, presidía la cabecera
como si de él dependiera la solemnidad de la ceremonia que se estaba oficiando;
nada menos que la exaltación del lar,
humildemente.
Mientras el veedor de gesto villano y su escudero
se marchaban, prometiéndose mutuamente volver para tomarlos de improviso in fraganti, con las manos en los cubiertos de diario, escondidos sin duda en
ese momento, el hijo menor de los Faust los recogía de adentro del canasto de
la ropa sucia, único lugar donde los improvisados detectives no habían metido
su nariz.
Dos preguntas comenzaron a impregnar el ambiente
de la casa, luego de pasada la semana.
¿Se estarían salvando? ¿Dispondría el Juez el
desembargo de los cubiertos habiéndose comprobado, como se comprobó, que eran
los únicos que poseían, además de ser propiedad exclusiva de la abuela, evidencia
que habría de ser reconocida a la brevedad, según palabras de su abogado, una
vez terminada la tercería de dominio?
Antes de que la incógnita se dilucidara, los enviados
de la justicia, abriendo la puerta de calle como si lo hubiera hecho un fuerte
golpe de aire, irrumpieron en medio del salón comedor, donde nuevamente se
estaba sirviendo el almuerzo. Mientras, los Faust, sorprendidos y sin poder
hacer nada para ocultar el juego vil (de cubiertos), que permanecía adherido a
sus manos como formando parte de éstas, no tuvieron más remedio que reconocer,
abochornados, la existencia del de acero inoxidable, hecho que permitiría a la
parte demandada cobrarse pronto y bien.
Sin armas que esgrimir pues carecía de ellas,
Cristina, en un súbito arranque, tomó rápidamente el cucharón de plata de su
caja de madera y utilizándolo como un machete, trató de aplicar sobre los invasores
en fuga el perfecto golpe de gracia,
sin conseguirlo. Abatida, en el momento de volver a colocar el cucharón en su
lugar, advirtió una inscripción casi ilegible en la parte posterior del mango.
Era corta y estaba escrita en caracteres rusos.
En la embajada de Rusia se hizo la traducción del
pequeño texto: “Faust recuerde: Banco
Ginebra, cuenta F. 019.”
Al comprender, todos los rostros adquirieron
expresión de asombro. Se advirtió asombro aún en los soviéticos, pese a que
medían cautamente sus palabras cuando traducían o explicaban, como adelantándose
un poco en ese juego o ejercicio intelectual, el que parecía haber comenzado
justamente momentos antes, sin la posibilidad de conocer o vislumbrarse el
lugar, aproximado siquiera, a donde los conduciría. Para dar idea exacta del
grado de asombro en los rostros de las tres mujeres, habría que decir que a esa
altura habían perdido completamente el habla.
-No hay duda, señoras; el texto da el número de
una cuenta cifrada y por el año, las características y el lugar, podría
tratarse de una de las que abrió el régimen zarista poco antes de la
revolución. ¿Pueden ustedes darme algún indicio como para sacar alguna
conclusión o seguir deduciendo?- preguntó la persona que las atendía y cuya
pronunciación denotaba indudablemente su origen.
La abuela, sin medir las consecuencias, con sus
ojos claros desorbitados, mirando fijamente a su interlocutor como exhalando,
dejó salir de sus labios el nombre de Anastasia, en el momento en que sus nietas,
comprendiendo la cuestión en su total magnitud, le tapaban la boca
superponiendo ambas manos, mientras el embajador -cargando sus condecoraciones-
como un resplandor hacía su aparición lenta y majestuosamente, ubicándose sobre
el último y más alto peldaño de la escalera barroca de mármol blanco, del que
había sido hasta diez años atrás el palacio de los Álzaga Ayerza.
-No teman, señoras- dijo, en un castellano casi
perfecto, acercándose, dando la impresión
que conocía todo lo tratado en aquel lugar hasta ese momento. -Las pocas
cuentas que aún subsisten, prosiguió, tienen cerradura inviolable; sólo una
llave especial con la que forzosamente debe contar el propietario o beneficiario,
las abre. Quiero que sepan, además, por si fuera este el caso, que el tiempo
transcurrido no interesa, pues el gobierno de Rusia de aquella época convino
con el gobierno suizo que estas cuentas tendrían una duración de noventa y
nueve años, al término de los cuales todo lo que en ellas hay depositado, ha de
quedar para el tesoro de Suiza. Desde que ese país se convirtió en neutral, en
1819, nadie trató de denunciar nunca los convenios de esa naturaleza que se
fueron suscribiendo sucesivamente con estados y personas particulares.
Como broche final, el Embajador nos miró risueñamente
y dijo: -Parece, señoras, que la palabra neutralidad,
para suerte de ustedes, es algo muy serio y beneficioso.
El cansancio de la abuela requería un sillón. Ya
en el dormitorio, mientras se hamacaba, toda su ancianidad repetía como letanía
monótona y continuada: -Anastasia, la incógnita de Anastasia; Anastasia, la
retribución de Anastasia; Anastasia, cuánto tiempo pasó...Anastasia...
Sin perder ningún segundo, Cristina y Beatriz se
dirigieron a la Embajada Suiza.
Mientras esperaban las contestaciones de las
notas por medio de las cuales solicitaban información al banco ubicado en la
ciudad de Ginebra, con mediación de la embajada suiza en la Argentina, para dar
al caso mayores visos de seriedad, Beatriz pidió a la abuela que volviera a
contar aquella extraña y casi olvidada historia. -Para que la escuche Cristina
directamente de tus labios- le dijo. -Y para poder sacar alguna conclusión-
agregó para sí. -Hacé memoria abuelita... No sólo es posible que en esa cuenta
se halle depositada la retribución que jamás recibió el abuelo sino que,
además, por algún detalle, surja el secreto del paradero de Anastasia, la única
hija del zar de Rusia que según parece ha logrado salvarse.
-Cuando el abuelo de ustedes se casó conmigo en
1917- dijo la abuela, comenzando un raconto -lo hizo adoptando un nuevo
apellido: el de von dem Faust, identidad que había tomado luego de aceptada la
primera y única misión especial encomendada por el mismo zar de Rusia en persona.
Con su nueva documentación, toda mi credulidad y una hermosa muchacha, a la que
conocí por casualidad sin poder tratarla a causa del idioma, nos trasladamos a
la Argentina, lugar donde yo había nacido dieciséis años antes. Quiero que
sepan, niñas mías, que sabiendo como yo sabía que me había casado con un
diplomático de carrera, nacido y educado en Zurich, poco y nada pregunté. Todo
era y sería para mí secreto de estado. Intuyendo de antemano que a ninguna
verdad tendría yo acceso y que esa sumisión sería el único precio que mi
flamante esposo exigiría de mi siempre, para darme en cambio una vida regalada,
llena de viajes y buenos momentos, jamás en mi corta vida de casada, pregunté.
Lo que llegué a saber fue simplemente fruto de la ansiedad de él, pues sólo
cuando ella ardía en su cuerpo, yo me enteraba por ejemplo, de que aquella niña
se llamaba Anastasia, de que la misión encomendada a mi Frank, fue la de
dejarla en lugar ya establecido, desde donde proseguiría viaje para cumplir con
las innumerables etapas determinadas por un plan minuciosamente trazado y cuyo
fin el pobre abuelo podría haber conocido, si no le hubiese ocurrido lo que le
ocurrió. Y lo que le ocurrió fue tan terrible para él que a partir de allí,
perdiendo poco a poco las ganas de vivir, enfermó de tristeza hasta que, cuatro
años más tarde, sin que nadie pudiera hacer nada por él, murió. Sólo me quedó
el padre de ustedes, único hijo en el que deposité todo el entusiasmo que me
fue posible juntar en aquellos momentos, entusiasmo que fue incrementándose,
por suerte, debido a la única y simple razón de haber contado en ese entonces
con sólo veinte años.
-¡Qué barbaridad...!- dijo Cristina -Contanos,
abuela, lo que le ocurrió al abuelo... ¿de verdad fue tan tremendo?
-Sí- contestó ésta -porque lo que le pasó fue que
perdió el maletín con las explicaciones de las instrucciones recibidas
verbalmente y otras que debían ponerlo al tanto de lo que tenía que suceder,
según fueran los acontecimientos. Aquellas explicaciones estaban en lenguaje
cifrado, sin embargo, todo fue en vano... anuncios... pedidos... Nadie lo
devolvió. Lo cierto fue que una vez entregada esa niña a la persona indicada, a
Frank le quedó siempre la idea de que había cumplido la misión a medias. Para
colmo, la revolución bolchevique ya estaba en todo su fervor, cerrándonos las
puertas de acceso a Rusia.
Los ojos de la abuela, lúcidos aún, se ensombrecieron
y mientras su gris se diluía en el impetuoso torrente de tibios cristales, las
hermanas daban rienda suelta a su fantasía.
-De aquella gran aventura- dijo como para
terminar -nos quedó, no sólo el recuerdo de hechos sin asidero para mí, sino
también el cofre de madera con flores en marquetería y los ciento cincuenta estupendos
cubiertos de plata que había en su interior. Creo que vinieron unidos a esa
niña como única retribución material posible y también para simbolizar y
recordarnos perpetuamente la orden del
cucharón, que también llegó a nosotros en las alegorías de los dos escudos
obsequiados por el Zar el día de nuestra boda. A propósito, hablando del Faust ¿no les da la sensación de que
guardara algo adentro del mango?
-¡La llave, abuelita!- contestaron al unísono las
dos. ¡La llave que buscamos!
-¿Una llave? Bueno, bueno... en fin...- dijo la
abuela y prosiguió: -Creo que ya es hora de tomar el té con masitas. ¿O
preferirían tortas fritas con mate cocido como en La Verde?
Por esos días la familia de Cristina en pleno,
gozaba de una relativa tranquilidad, gracias a que el abogado había logrado
sustituir el preciado bien embargado por otro valor equivalente.
Al debatir el problema planteado por la posible
existencia de la llave, todos juntos decidieron que debían sacar totalmente la
tapa del mango del faust, limándola
suavemente.
Necesitaron sólo unos instantes para cerciorarse
uno a uno, de que del otro lado de la ranura producida por la pequeña sierra,
se hallaba intacta, la llave añorada.
Cristina viajó a Ginebra vía Swissair, custodiando
su pequeño tesoro. Llegó un domingo; recorrió el lago, gran cantidad de calles
y bosques, además de pasillos y escaleras. Y repasó francés. El lunes, a
primera hora, accionando esa llave con la mano derecha, manteniendo en la
izquierda la autorización correspondiente, logró abrir aquella puertita, temblando
de emoción.
Contenida, merced al recuerdo de sus clases de
control mental, teniendo como testigos a las autoridades del banco, notarios de
nacionalidades diferentes, fotógrafos y reporteros, mientras los técnicos
enumeraban los papeles y objetos de valor que iban extrayendo del interior de
la caja, Cristina comenzó a leer uno a uno los documentos. Éstos cobraban importancia
a medida que su texto, creando un paralelismo asombroso con los hechos
referidos por la abuela, reforzaban más
la idea de que lo que estaba ocurriendo era verdaderamente un acto trascendental;
revelación de todo un gran proceso y su misterio : Anastasia.
Al grito de alegría proferido por todos al ver
aparecer a Cristina en medio de la sala, radiante, bolso al hombro repitiendo ¡Abajo la miseria! ¡Abajo la miseria! se
sumó el de contrariedad, nacido cuando el antiguo villano -secundado por el
mismo apuntador- haciéndose por cuarta vez dueño de la casa, portando en alto
la copia de otro pagaré, señalando nuevamente con su lápiz faber número dos la
caja de madera, muy conocida ya, volvió a disponer la anotación del juego en
cuestión, como bien embargado.
Sólo Cristina, mirando por sobre el hombro del
escudero, pudo llegar a leer la totalidad de lo escrito por él, al dorso del
mandamiento: Cofre de madera conteniendo
juego de cubiertos de plata. Total ciento cincuenta piezas. Observaciones: el
mango del cucharón se encuentra casi totalmente deteriorado.
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