El Gobernador y Comandante del Fuerte Mayor había
engordado últimamente más de la cuenta. Tanto que Doña Felicitas, su hermosa
mujer, se negó a cumplir con el débito conyugal, alegando que de seguir así un
día terminaría aplastada entre sábanas almidonadas.
El Gobernador, más por orgullo que por dignidad,
aceptó la situación sin pasársele siquiera por la cabeza que adelgazando un
poco, todo aquello hubiera vuelto a la normalidad.
Continuaron durmiendo en la cama grande como en
los días felices y... acumulando calor fueron pasando los días. Felicitas
controlaba el talle de su marido sin que él se diera cuenta. Corría ella misma
el botón de sus camisas, hasta que la falta de tela cerraba toda posibilidad.
Compró ella misma sus calzoncillos y camisetas hasta que en la tienda le
informaron que, por no existir un talle mayor, debía hacerle confeccionar a su
marido toda la ropa interior y exterior -incluso los calcetines- a medida.
Consciente de su fracaso como de su vergüenza, decidió
entonces dejar librada esta parte de su tarea doméstica a la ejecución directa
de su marido. Como la cuestión vestimenta era para el señor Gobernador un
aspecto secundario en su vida, poco a poco se le fueron terminando cada una de
las prendas que componían su ajar íntimo, hasta llegar a tener que pedirle
directamente a la negra Concepción que día a día preparara su ropa, lavando las
prendas por la noche, para poder ponérselas limpias y planchadas a la mañana.
Felicitas llenaba sus aburridas horas organizando
actos culturales, conciertos, funciones de teatro, tertulias de mate y
polvorones o reuniendo a personajes españoles o extranjeros que, llegando de
otros lugares, podían aportarle información precisa relacionada con hechos
lejanos. De esta manera, tanto Felicitas como otras damas de su rango, se
dejaban llevar por la idea de que su ilustración representaría para las
generaciones venideras faros inflamados, con los cuales iluminarían los caminos
todavía no demasiado pisoteados de eso que se daba en llamar Indias
Occidentales o Colonias Españolas del Río de la Plata.
El otro día sin ir más lejos, Don Tiburcio
González Escobero había informado a un grupo de señoras el problema de Manila y
los ingleses. También les contó de la tremenda deuda que quedaba pendiente aún
sin deberles nada, pues Manila -aseguraba a cada momento González Escobero-
fue, es y será española, lo mismo que Cuba ¡qué carajo! decía ente dientes
cuando las damas se entretenían, observando por ejemplo, algún punto de crochet
complicado.
Felicitas vivía olvidada de las prácticas del
amor y relegada a segundo plano por su esposo, que prefería un buen asado con
cuero o una chanfaina de chivo con gusto a vinagre, al halago de sus senos
sueltos, velados caprichosamente por el
oscuro y fino tul de su cabellera enmarañada. Seguramente y debido a ese
motivo, aquel día -junto a Estefanía, Encarnación y Trinita, hijas del
Brigadier Don Alfonzo Escudero y Calderón, casadas a su vez con políticos y
militares de peso- ocurrió que Felicitas festejara en la sala grande,
entusiasmada de alegría, la lectura de la carta que acababa de recibir del
Marqués Mariscal Don Diáfano Ortiz de la Bobadilla, licenciado español en
materias humanísticas, profesor de escolástica, trotamundos incansable y
enamorado perenne de Felicitas.
Ortiz de la
Bobadilla había sido exhumado en la mente de Felicitas exactamente
cuatro días atrás, cuando lo había visto retratado de cuerpo entero bajo la
marquesina del Teatro de las Callejas, frente a La Merced.
Allí, se podía leer en el anuncio, hablaría a
hombres integrantes del gabinete gubernamental sobre la Paz de París, sus
consecuencias y la fundación del Puerto de Egmont por los ingleses en el
archipiélago Malvino, llamado por ellos Pepys y Falkland.
¡Qué tema! pensó Felicitas, y al instante,
sacando de su petaca un pedacito de papel perfumado, le escribió informalmente
la nota de invitación que entregó al portero, para que éste se la alcanzara en
mano el día de su charla.
Las cuatro mujeres reían. Emitían grititos de
satisfacción y suspiros profundos, mientras leían y releían el contenido de la
carta que Felicitas tenía entre sus manos.
“Felicitas
querida: Tantos años sin verte... ¡qué alegría tu carta! Fue como hallar agua
cristalina en un oasis fresco y verde, rodeado como estaba yo por corbatones duros y empaquetados: así era mi
público...
Sí, hablaré
a tu cofradía del tema que traté hoy, tal como me lo pides. Conste que lo hago
para volver a verte aunque sea un rato. En el ínterin nos intercambiaremos
figuritas.
Hasta tal
día a tal hora. cariños muchos, muchos, Diáfano.
En su escritorio solemne y luminoso cuyos
ventanales de cristal biselado, traídos expresamente por el de Francia, dejaban
ver íntegramente la Plaza de Ejercicios, Diáfano Ortiz de la Bobadilla
completamente embobado, daba rienda suelta a su imaginación recordando a
Felicitas, la única mujer cuyos encantos no sucumbieron a su hermosura varonil.
Había reunido en dos días toda la información
necesaria acerca de ella, como para que la impresión del reencuentro no dejara
en las demás personas idea alguna de titubeo de su parte. Su arrogancia no
sucumbiría ni siquiera en manos de Felicitas, la única mujer de su vida.
Noticias de actos públicos, pinturas de
colecciones privadas en las cuales el objeto principal lo constituía su Felicitas, y por extensión su
extraordinario, imponente e importante marido, completaron su estudio
preliminar de las circunstancias.
Sin pensar que estaba anocheciendo, metido en
medio de la penumbra y escuchando sin concientizar el murmullo de las voces
cercanas a la oración, Don Diáfano Ortiz de la Bobadilla unificó vivencias,
hechos, actos, situaciones... hasta llegar a completar la perfecta fusión de
imágenes, sonidos y sensaciones.
Un círculo perfecto lo rodeaba. Ña María, vieja
bruja y prostituta. También estaba ella en la ronda, tomada de la mano de su
Felicitas virgen, de su Felicitas niña, pura hasta que se casó con esa mole de
Gobernador. El asco por ella, por él y por sí mismo, llegó a hacerlo
estremecer. Una arcada, antesala del vómito, lo volvió a la realidad. A su
alrededor, oscuridad y sólo uno que otro resplandor, producido por bichitos de
luz de tiempo de primavera, daban sensación de vida.
-Yo no creo en brujas, pero que las hay, las
hay... Ña María, Ña María... ¿dónde estarás, vieja ponzoñosa...?
Decía esto y se preguntaba a sí mismo, mientras
se desperezaba sonriendo.
-Tengo miedo, Don... Todo un marqués, un sabio,
un general... ¿no vendrá para prenderme?
-No, Ña María, no temas. Lo que pasa es que
estuve y estoy enamorado. Hirieron mi dignidad. Ya no tengo amor propio. Nada
me interesa. Felicitas, así se llama ella, no debe sufrir. Sólo su marido.
Aléjalo de ella. No me atrevo a decirte que lo mates, pero... que muera es lo
que más ansío.
-¿Cuándo la verás?
-El sábado en el Fuerte. Organizó algo así como
una tertulia. Yo estoy invitado para hablar sobre la fundación de un puerto
inglés en una isla de regiones perdidas muy al sur.
-Harás como si de repente se te hubiera roto una
media- dijo Ña María y prosiguió: -Córtala con un cuchillo minutos antes, cosa
que no haya tiempo para comprar otras ni para zurcirlas. Ella te dará un par de
las de su marido y tu me las traerás. Yo sabré qué hacer con ellas. Su dueño se
alejará. No debe importarte cómo, no preguntes. Más tarde, libre el camino,
gozarás a su dama hasta hartarte. Te lo asegura Ña María, que viene haciendo
estas cosas junto al diablo, desde que se hizo mujer.
Mientras la concurrencia se ubicaba lentamente en
lujosas sillas de puro estilo europeo, tapizadas en terciopelo bordeaux,
Felicitas tocaba el clavecín a un costado de la tarima que oficiaba de
escenario.
La música, deliciosamente interpretada, el
murmullo de las voces comentándolo todo, el crujir de las tafetas y el
chasquido seco, rápido y constante, característico dele abrir y cerrar de los
abanicos, eternamente sostenidos por manos enguantadas, prometían una velada de
sosegado esplendor, antesala de las tertulias organizadas para deleitar,
entretener y cultivar a los distinguidos invitados de Felicitas, la llamada
cariñosamente Gobernadora del Fuerte.
El diálogo entre ambos hombres, carente de
simpatía, se hacía cada vez más pesado. Al Gobernador, su única camiseta le
apretaba tanto que no lo dejaba respirar. Incómodo, llegó a pensar que hasta
podría darle un día la razón a los antiguos reproches de Felicitas.
De pronto, Don Diáfano movió su zapato de charol
y su media dejó ver un tremendo agujero. El Gobernador sonrió haciéndose el
indiferente mientras el Marqués Don Diáfano, comenzando a correr con
desenfreno, perdía la compostura llamando en voz alta a Felicitas, la cual
acudió inmediatamente.
-Rápido, Felicitas, no hay tiempo que perder,
préstame un par de medias o calcetines de tu marido. Que sean blancas si es
posible, para que coincidan con el corbatón.
Felicitas recorrió los cajones de la cómoda,
sabiendo de antemano que no encontraría nada. Menos blancas. Las únicas medias
que su esposo tenía, las había remendado ella misma hacía mucho tiempo y estaba
segura de que eran las que llevaba puestas. Desolada, se dio cuenta de que era
ya muy tarde para mandar a comprarlas. Como por arte de magia, voló a casa de
su vecina Doña Consuelito. Su marido, Don Gonzalo, la sacaría del apuro. Cruzó
la plaza jadeante y antes de que nadie pudiera darse cuenta, traía ya en sus
manos las medias blancas que Don Diáfano le había pedido.
Esa noche sirvió al marqués Ortiz de la Bobadilla
para comprobar que Felicitas, se mantenía a pesar de los años, suspendida en el
tiempo. Pensando en el futuro y no pudiendo soportar más la presencia del
Gobernador que de cada dos ademanes uno
le servía para manosear a su mujer, se marchó en cuanto terminó su tema,
prometiéndole a Felicitas que la volvería
a ver antes de lo que ella pudiera llegar a suponer o imaginarse.
No habían pasado cuatro días cuando el grito de
Doña Consuelito heló la plaza.
El Gobernador y Felicitas, abrazados, la vieron
desde el Fuerte cruzar corriendo con expresión despavorida en su rostro,
mostrando la cabeza de su marido, Don Gonzalo. La traía tomada de los pelos,
ensangrentada, lustrosa, con la mirada asombrada y detenida en el momento de
morir.
Suspendida en el aire de toda la aldea, el rumor
de una copla vibraba:
“Crees en
brujas Garay
-el amo
dijo al criado-
No, señor,
porque es pecado,
pero
haberlas sí las hay”.
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