Primera Parte:
Armó su cigarrillo casi con parsimonia, lo acercó a sus
labios y con la punta de su lengua empapada en saliva, tímidamente asomada
fuera de su boca, mojo el borde del papel en donde un hilo de pegamento
esperaba el acople para cumplir con su cometido: otorgar placer a quien,
traspasando los límites, osara encenderlo. Todo, en ese momento, tendía a lo definitivo.
Sin embargo, Paul se quedó con el gesto a medias: el cigarrillo apretado entre
los dientes mientras la caja de cerillas tardaba en llegar a la otra mano, la
que facilitaría su apertura. El humo dentro, pensó, es como el aroma de una
mujer joven, cualquier mujer. Allí se expande llegando al alma, siempre. Lugar
en donde sin detenerse e invadiéndolo todo, prometiendo placer a manos llenas
presagia el goce. ¡Que más pedir! ¿Y a quién pedir? ¿Pedir a un cigarrillo que
se exprese y nos facilite la justificación de su existencia atada a uno y de
nuestra recurrente voluntad envilecida puesta al servicio de su construcción en
esa búsqueda insistente, por lo insaciable, sólo concebida para terminar
fatalmente en destrucción inspirada? ¿Pedir a una mujer que se exprese,
cualquiera sea ésta pero joven siempre, cuyo perfume, si se quiere, o cuyo
olor, da lo mismo, nos penetra hasta atribularnos? ¿O que, de alguna manera,
ésta nos facilite la explicación no sólo de su existencia allí, en el lugar
donde se encuentra, pegada siempre a uno, como aquí sucede ahora, sino también
del por qué de nuestra insistente voluntad por poseerla, pese a todo cuanto de
adverso nos rodee? ¿O acaso pedirle, a esta mujer, que sea lógica? ¿Que sus
actitudes o proyectos no se contradigan con los hechos? ¿O que utilice la razón
para salvarse y así salvarnos juntos, por la verdad, a través del esfuerzo
mental? ¿Y todo eso para que la toma de conciencia respecto de sus valores, sus
valores espirituales que son los que hacen falta, dé por resultado que los
valores de ella, se asemejen a los nuestros, a los de todos los hombres, para
poder vivir juntos en paz? ¿Por qué pedirle, entonces, especialmente cuando
sabemos bien que no compartiremos con ella nada más que una cama y sólo unos
cuantos, por no decir unos pocos, días de nuestra vida? ¿Para qué? ¿Para qué
pedir peras al olmo? Paul, hundido y abismado como estaba en esa posición de
inmovilidad intrascendente y comprometida, se mantuvo en ella aún por unos
segundos más, mirando un punto, sólo un punto,
en el colosal espacio de esa habitación, la suya, ahora tan pálidamente
iluminada por la luna llena como para hacer creer que todos los colores de los
innumerables cuadros allí reunidos con fines varios, huyendo aterrorizados de
sus habituales sitios a causa de una explosión o algo por el estilo, se
dispersaron desapareciendo, vaporizados, tal vez. Todo ello, mientras su nuca
percibía el calor de una mirada furiosa, la de Annah Martin, su modelo y amante
además. Ambas funciones, sí, como le había sucedido ya con otras, desde que la
misma profecía, dictada por la misma voz y con las mismas palabras, dirigidas
particularmente a su oído, lo instara, en forma categórica, a pintar el mundo
según su creativo ingenio. Decisión ésta que lo llevara, a partir de allí, a
tratar de convencer, a cuanta "modelo viva" arribara a su atelier,
respecto del valor a otorgar a las bondades del hecho de quedar, infinita y
definitivamente plasmada, con su imagen, en una obra artística pictórica cuya
misteriosa esencialidad estaba llamada, desde su génesis, a representar por
siglos el atractivo encanto de un hechizo captado, al instante, por el
delirante espíritu de su indiscutible creador. Y éso, a su entender, tenía que
tener un altísimo precio: el del compartir, con él, al menos, la búsqueda
sensual del cenit, en la voluptuosa ejercitación terrenal del vuelo hacia la
eternidad prometida. Y.. al respecto y según su estilo, sólo las mujeres eran
las especialistas instintivas en ese tipo de ejercitación. ¿Para qué pedirles
otra cosa?
El odio, tanto
como la mirada o el tiro por la espalda, también quema, solía decirle Vincent, con esa voz casi inaudible, que tenía,
recordó. !Cuidate, no descuides tu
caracter, respetá , al menos su dignidad! prosiguió diciendo aquel día
su amigo, tal vez con otras palabras. Su amigo... su amigo hasta que dejó de
serlo. -No la denigres, agregó. -Acepto que te ponga nervioso su
ignorancia, su brutalidad casi ingeniosa, pero...creo que no deberías vengarte
de sus reacciones pintándola con facciones tan extrañas. Trata de hacer un
esfuerzo por comprenderla... Todo cambiará entre los dos. Y
levantando el lienzo que cubría el último cuadro con la imagen de cuerpo entero
de ella, desnudo sin terminar, concluyó: -Por
favor Paul, arreglala un poco, ella no es tan fea! Te es útil y te acompaña.
¿Que más pedirle? No la menosprecies. No la trates como si dudaras de su
humanidad. -Pero no. Absolutamente. Te aseguro, amigo mío, que no es así.
Más, estoy convencido de que es un ser humano. -¿Aunque haya nacido entre los pájaros? -Si Vincent, aunque haya
nacido entre los pájaros, como ciertamente lo hizo; en ese mágico lugar, donde
estuvimos; de cielos rojos, árboles azules y mujeres-flores. Todas estambres, talles desnudos, pistilos y huecos
gelatinosos con fragancia de hierbas... ¡Ay! ¿Cómo hacer para evitar la
nostalgia?.. Había entrecerrado los ojos cuando dejándose llevar, el eco de la
última frase de Vincent le llegó inconfundible. -¿No será que la nostalgia es la que te mantiene al lado de ella?
El espejo captó las dos imágenes, introduciéndolas dentro
suyo, suspendidas por un
instante en su
centro con nítida resolución: la de él encendiendo, por fin, su cigarrillo y la
de ella quitando de esa nuca ajena su abrasaste mirada -mezcla promiscua de
impotencia con mortificación- bajando
lentamente los párpados como temiendo hacer con ellos ruido y aún más, evitando
de ese modo la fogata que sus ojos habrían de provocar. ¡Imágenes! Imágenes
mostrándose desde estados de ánimo dispares, recelosos, temerosos de
reacciones perjudiciales irreversibles, sin regreso ni vueltas hacia atrás.
Movidas por resentimientos enfrentados. Mostrándose en franca lucha anímica,
una contra la otra. Imágenes casi neutralizadas ahora. Las que no podían llegar
a ellos a través de sus ojos sino borroneadas, debido a la desconfianza
imperante y al alcohol, el que ingerido ese día tal vez en exceso habría hecho
las veces de filtro. Pero éso, Paul, no lo llegó a saber nunca, acaso porque
las únicas imágenes que a él le preocupaban eran las que salían de sus
pinceles.
Mientras en el interior de la casa todo eso iba
sucediendo, el silencio, aletargándolos, como últimamente venía haciéndolo, se
empeñaba en ubicar a cada uno en su propia dimensión.
Afuera, por el contrario, el leve murmullo con que la
naturaleza toda se iba renovando, se escuchaba con nitidez. Las golondrinas,
ciertamente, ya se habían instalado en la ciudad. La vegetación reverdecía a la
vera de todos los caminos de acceso a esa casa ubicada sobre la rue
Vercingétorix, umbría y fragante. Al cabo de un rato, con paso muy lento, fue
acercándose a la entrada un hombre sin rostro, sin rasgos ni prisa, quien al
conseguir divisarlos a través de los vidrios un poco empañados del gran
ventanal, pulsó el bronce de la manecilla. Pero, por la hora que el reloj anunciaba,
desde el negro torreón de la vieja iglesia que tenía enfrente, intuyendo la
inoportunidad de su visita, sin esperar respuesta ni hacer nada más que pasar
una esquela firmada por debajo de la puerta, se alejó, perdiéndose en la niebla
vaporosa de esa noche lunar, de franca y definida blancura apacible. Se llamaba
Cezanne ese hombre. Paul lo supo al día siguiente.
Segunda Parte
Por la mañana, luego de dormir, Paul, fuertemente abrazado
a esa mujer que tanto lo perturbara en el inicio de la relación hoy a punto de
quebrarse, abriendo las ventanas de par en par -como lo venía haciendo desde
tiempo atrás todos los domingos a la misma hora- pudo escuchar el Evangelio del
calendario litúrgico de ese día que, desde el púlpito de la Iglesia Jesús
Iluminado ubicada enfrente de su casa dirigía el padre Horacio a sus
feligreses. Gente demasiado común para ser común, pensó. No como él, que se
adaptaba a todo, siempre impulsado por el recuerdo del Quijote que pontificaba:
"donde fueres haz lo que
vieres". Sí, se dijo desperezándose lentamente, es evidente que los
comunes a los cuales iba dedicada la homilía no eran como él. Pero sí como
Annah Martin, pensó, la mujer que dormía a su lado, muy a pesar suyo, y que era
también como todos sus vecinos extranjeros y comunes, especialmente los
latinoamericanos, los que por no saber hablar bien el francés y menos aún
escribirlo debían trabajar el día entero con sus propias manos o toda la fuerza
de sus cuerpos, resignándose a repetir, velozmente, frases hechas, cuyo
significado sólo intuían, sin saber dónde cortarlas para poder respirar y
terminar de alguna manera la idea iniciada cuando era necesario hacerlo. Los
llamados comunes eran, en fin, los que escuchaban la misa del domingo o del sábado
a la tarde en cualquier idioma porque con el francés no se llevaban bien y se
perdían y con los otros idiomas también. El viento, ahora, le traía esa voz
inconfundible, y la sensación de estar dentro del templo -no en la cama,
todavía- lo hizo sonreír. "Hoy, más
que nunca antes, es necesario saber, conocer... comprender", vociferaba.
"Entender, entrar en relación directa con la esencia sagrada de cada cosa,
que es lo mismo que decir: con su fin último e inobviable", agregó,
para continuar enseguida: "Y
habremos de saber como se debe, tanto sobre las cosas como sobre los hechos que
las generan, solamente prestándoles un poco más de atención. Activando nuestra
conciencia para que ésta logre enfocar con su haz de luz directa cada día una
superficie mayor, de la que se pretenda dominar investigando poco a poco".
No creo que Annah sepa ésto por haberlo leído en alguna Biblia, no. Lo sabe
sólo por intuición, por instinto... por ser mujer, por llevarlo adentro. Ella
me mira, me mira siempre. Me estudia, me investiga y me fastidia tanto que
termino con ganas de matarla, como anoche. Por ahora sólo me vengo buscando la
forma de evadirme, desconectándome de ella, tomando ajenjo o lo que venga y
pintándola fea, lo más fea posible. Pintándola como imagino que es, naturalmente;
por ejemplo: sin depilar. Por eso lo de los bigotes, las cejas unidas y las
piernas y brazos velludos. Ella no puede pedirme explicaciones porque no accede
a mis obras mientras yo no las dé por terminadas. Dice que soy déspota. Tal vez
lo sea, no sé pero últimamente la percibo resentida. Más que nunca resentida. "Las tinieblas, habitáculo de la
ignorancia, al clarificarse ayudada por la conciencia de cada uno de nosotros,
dará lugar a la puesta en marcha del conocimiento el cual traducido y duplicado
en testimonio preciso, indubitable, desactivará la posibilidad de generar
malentendidos, polémicas, resentimientos, odios, guerras, batallas, combates,
exterminios, crímenes, terrorismo
aislado o sistematizado..."
El padre Horacio es un hombre muy joven, pensó, en
consecuencia demasiado puro para los tiempos que corren. Parecía hallarse
poseído, ya que en ese estado, cuasi profético, las palabras brotaban de su
boca con la convicción de factibilidad propia de un demente. Seguro, además, de
su indiscutible liderazgo pastoral, pese al problema generado por el
cosmopolitismo idiomático. Eso sí que es un lío ¡por Dios! se dijo por lo
bajo, casi sin pronunciar palabra, mirando la hora en el reloj despertador,
cuya tenue luz interior le devolvía su cínica sonrisa iluminándola. "Salgan y sean luz",
decía el padre Horacio, mientras la
gente haciéndole coro contestaba: "amén",
como en un murmullo. "Las consignas
religiosas así lo piden. Den testimonio
de la verdad del hecho generado manteniéndolo fulgurante con el aporte de la
luz de cada uno, para que la fe, transformada en certidumbre, nos permita,
siempre, dormir en paz. Sabiendo, además, que al clarificar una situación
circunstancial; al desenredar desentrañando hechos concatenados e íntimamente
relacionados; al respondernos explicando lo hasta ese momento confuso, por
falta de transparencia o luminosidad o lo mantenido guardado, encerrado y
sustraído a la mínima porción de claridad posible, en alguna medida nos
hará desembocar en la positiva tranquilidad anhelada, imprescindible para
la vida plena, desarrollada en libertad, sin temores ni angustias, indicadores,
ambos, de la existencia de dudas, al respecto. Producto, justamente, de la
ignorancia de la gente". Todo venía muy bien al tema. Nos venía muy bien,
pero... la verdad es que me perdí¡ ¿De qué estará hablando ahora, este
hombre? Annah no se despertaba. Atinó sólo a darse vuelta y acurrucarse, destapándose toda, mientras las graves palabras del padre
Horacio y los amenes de su gente zumbaban como moscas a su alrededor, más
exactamente como abejas o avispas, que son más grandes y ruidosas. El camisón
le había quedado arrollado entre sus pies y sus pezones, de allí que sus
pechos, absolutamente libres de ropa, relucían como dos rosas negras, lustrosas.
Y fue entonces, en ese momento cuando logró ver sobre esa intimidad de
terciopelo oscuro una cantidad de vello incipiente que pugnaba por crecer,
justamente allí. ¿Allí también? se preguntó angustiado. ¿Annah tendría miedo,
acaso, de que el convenio tácito existente entre los dos, el que había
facilitado la vida en común, cama en medio, terminara por mala transcripción o
mala traducción de sus grandes dotes físicas? No, definitivamente no. Ella
sabía demasiado bien que aunque la pintara un poco abestiada no por eso dejaría
de aflorar desde el lienzo, cultivado a
mano por él, la obra de arte propuesta compulsivamente y obtenida, siempre, con
algún derramamiento doloroso de sangre o de lágrimas. ¿O temía sólo a la posibilidad
de ser estafada? Nadie debe olvidar que ella fue la que se atrevió,
aventurándose. Llegar a convertirse en su modelo viva, aún al costo de tener
que dormir con el artista con el fin, utilitario, eso sí de quedar pintada
desnuda, para la posteridad y en toda su hermosura le pareció tan
increíblemente grandioso que olvidó convenir las cláusulas restantes: buen
trato, respeto y por sobre todo nada de alcohol con láudano, al menos en su
presencia. Sin embargo... No, no era así la cosa. Algo había dejado de
funcionar. En toda cuestión siempre hay alguien que la pasa peor. ¿Era él el
que se había constituido en víctima? ¿Y por qué? ¿Adónde habían ido a parar sus
rutilantes ideas? No muy lejos, por cierto...
Annah y la mona, se dijo luego Paul saltando de la cama
para empezar el día, empequeñeciendo al instante sus ojos hasta entrecerrarlos
casi, mientras con una de sus manos se alisaba muy despacio el reluciente y
espeso bigote endurecido con tragacanto, gesto que siempre hacía cuando se
permitía el lujo de disfrutar la puesta en marcha de su tren pleno de irónica
actitud. Cosa que, viviendo bajo la continua influencia de Annah, le estaba
sucediendo cada vez con mayor frecuencia. ¿De qué manera sino con cinismo o
humor ácido puede uno contrarrestar los sucesos adversos? Lo ignoraba. Tampoco
era el caso de soportar todo lo que de ella viniera, sólo por temor a una
posible represalia. De los exagerados y ordinarios desplantes repetidos, uno,
el que constituía su única distracción y que consistía en mostrarse ante
cualquiera tal cual era, ni hablar. Y algo peor aún, tal vez la imposición de
tener que soportar sus interminables silencios melancólicos cuando se le ocurre
oficiar de criteriosa. Pero ¡por favor!
Ahora, la pregunta que venía marchando no se hizo esperar:
¿Concretaría él, algún día, lo elaborado minuciosamente en esos arranques de
humor ácido? Quizás ... se dijo. Entonces...¿por qué no poner ya,
manos a la obra y transformar en grotesco al que constituía, por el momento, su
ultimo cuadro; el guardado bajo estricta llave, por encontrarse aún sin
terminar?
De inmediato, para poder concretar el paso de esa idea a
una en acción, cambió de actitud. Inmóvil entre el baño y la cocina, su bigote
estático trepado a una fina sonrisa alargada y firme bajo su nariz de
águila perdida, consiguió enmarcar por el sur, la búsqueda de coherencia.
Pero fueron sus grandes ojos negros, bien abiertos, moviéndose dialécticamente
entre el este y el oeste los que definieron allí el rumbo .
El imponente recuadro central abarcador de la imagen
entera del escultural cuerpo desnudo de ella, contrastando con la velluda
fealdad resaltada de su cara, de sus
piernas y de sus brazos -producto genuino de uno de los tantos episodios de
pelea y discusión- fue primero rescatado
del olvido, memoria en medio, desde el fondo del abismo en donde se encontraba
emitiendo extrañas señales captadoras de atención. Y luego, sólo después de
unos pocos minutos, del galpón de las pinturas en espera, su atelier, en donde,
recostado contra la pared en la más terrible oscuridad, esperaba ser terminado
algún día. ¿Dónde colocar la mona ahora? Se preguntó preocupado, clavándole al
cuadro, frontalmente, su mirada... ¿Dónde ponerla? volvió a repetir. ¿Dónde?
Para que la comparación surja inconcientemente, la habré‚
de colocar junto a sus piernas y tomada suavemente de la mano... Para que ella
misma se convenza pronto de que con Paul, con este Paul, no se juega. Para que
se convenza de que a Paul Gauguin no se le grita nunca, en ninguna oportunidad.
Ni se lo insulta, por más borracho que esté.
Y menos delante de los hombres malos del puerto, lugar bello y
misterioso, ubicado junto al mar, al que siempre vamos y donde seguramente
volveremos, pese a los empujones y tironeos que a veces uno debe soportar por
atreverse a transitar el mundo. Y para que aprenda de una buena vez, le pintaré
también los pelos que hoy le he visto crecer en sus pezones.
Tercera Parte
Un cigarrillo crispado entre sus dedos rústicos,
ásperos, con vestigios de pintura extraída con lija y aguarrás. Un largo
silencio vibrante, ininterrumpido, sin
salida a la luz ni posibilidades de entrada al aire libre. Sin trayectoria
siquiera. Interminable, infinito... densamente encajonado. Imposible ya de
soportar. Y la mirada, fija en esa puerta cerrada, tal como si estuviera
soportando el peso de un olvido abandonado y a tanta distancia del encuentro de
su posible memoria, como para tornar ilusoria cualquier idea de retorno. Esa
era su actual realidad. Su propia imagen instantánea, luego de concluido el día
del gran escándalo ajenjoso que terminara para ambos en la Sala de Guardia del
Hospital Sacre Coeur, con Annah fuertemente golpeada en el rostro por sus
propios puños, por haber osado clavarle no sólo las uñas en sus cuidadas
mejillas sino también reiteradamente y con saña, sus filosos
dientes en la blanda carne de sus
hombros, marcando luego su espalda magra. Día que terminara, entonces, más
allá del dolor y del oprobio, con la sangre de ambos encharcada en el
piso empedrado de ese puerto de marineros fracasados, marginales y provocadores tristes; tan instigador de búsquedas y de
encuentros anunciadores de goces y emociones fuertes como amado por él hasta el
delirio. Todo, a esa altura, parecía terminado. Annah yéndose para siempre,
llevando con ella cuanto ahí tenía y destruyendo a su paso todo cuanto
queriendo pudo. Entonces... lloró. Lloró, no por miedo a lo que el futuro
proveyera de allí en más, sensación que consideraba, por demasiado conocida, ya
enteramente superada. Lloró por impotencia. Frente al mal que ya a estas horas,
Annah pudiera haberle hecho y que, de existir, encontraría irreversiblemente
consumado ni bien flanqueara esa puerta cerrada, la que frente a él aún así
mantenía como único recurso disponible amparador de su estática esperanza
momentánea.
Luego de fumado el cigarrillo, exactamente hasta la
inhalación de la última pitada posible, con las manos cubriéndose la cara
lastimada, sin animarse a dar un paso para que la sensación que lo estaba
invadiendo no se desvaneciera, Paul lloró mucho, recordando las cosas de sus
vidas en común. Tanto como sólo un hombre sensible, un artista genuino, podía
hacerlo, Y mientras lo hacía revivió a
esa mujer, su modelo viva, llegando a su vida, sensual e insinuante, ataviada
con un trozo mínimo de tela fluorescente color púrpura, de la mano de la
cantante madame Nina Parck. Ella era su doncella pero cuando su amigo Vollard,
adelantándose, se la presentó en La Opera sólo pronunció su nombre acercándole
los mínimos indicios de su misterioso lugar de origen. Lo hizo como si Annah Martin
hubiera sido una verdadera princesa indígena del Caribe, tierra americana
demasiado conocida por él: brutal, tórrida e insoportablemente húmeda, se dijo
ese día, inhalando con voluptuosidad, sin que nadie lo notara, el exótico
perfume que todo su cuerpo al moverse exhalaba. Lo demás fue historia por demás
conocida. Lo acompañó a Pont Avent Concarneau donde fueron felices como en
tantos lugares. Muy felices... hasta que dejaron de serlo...
Cuando pasado un largo rato en silencio pudo conseguir,
recién allí, despejarse un poco, logró entonces tomar conciencia de que esa
puerta cerrada, la del galpón de las pinturas en espera -su atelier justamente-
no lo estaba tanto ya que Paul Cezanne podría haberla abierto. Se acordó, en
efecto, que su amigo, al encontrarlo en el minúsculo y oscuro bar Metropol del
Embarcadero ubicado frente al puertito endemoniadamente colorido de la vuelta
de La Rochel, algo relacionado con las llaves y la inseguridad del atelier le
había dicho, agregando: "Habiendo
podido hacerlo no me atreví a mirar, tal vez, para no cargar con la obligación
de ser el portador de la mala noticia... En cuanto a las llaves que aquí, en este instante, solemnemente te entrego,
estaban puestas en las cerraduras. Ella destruyó cuanto encontró a su paso. Espero
que no haya hecho lo peor.
¡Santo Dios! ... ¡Los cuadros! gritó desesperado. Su
atelier con pretensión de caja fuerte, a juzgar por el valor asignado a ese
tesoro encerrado allí, escondido y
preservado siempre hasta el deliro con candado y cerrojo de tres vueltas. Paul
Gauguin apretó entre sus dedos, calladamente, las llaves que Annah, en forma
grosera, tirara a la cara de su amigo Cezanne cuando, tras las rejas del portal
de entrada, éste se le apareció justo en el instante de producirse su apresurada
huida; "acarreando, sin cuidado,
entre sus brazos, toda su ropa, tras haber destruido cuanto encontró a su
paso".
Así, de esta manera le explicó lo sucedido. La referencia,
que terminó siendo minuciosa y detallada en su momento, al recordarla
precisamente ahora -encontrándose, como
se encontraba, otra vez instalado en callada soledad- le sirvió de cortina
sonora de fondo a su voluntaria tardía constatación. Fue así como resignado y
dispuesto ya a encontrar lo que fuere; retirando fácilmente los candados que
pendían cerrados pero sin cerrar nada;
empujando luego hacia abajo y con fuerza el picaporte, cuya docilidad no
se hizo esperar, al encender el farol interno, sintió cómo los colores en
concierto comenzaban a interpretar para él, como nunca antes lo habían hecho,
su mejor sinfonía. Todo estaba en orden, allí. Su mundo de formas, figuras,
matices cromáticos, luces y sombras, se dejaba ver y hasta escuchar
deliciosamente armonizado. "Annah Martin y la mona Taoa" lo
observaban fijamente desde sus lugares. Ambas, ubicadas dentro del encuadre
misterioso generado a partir de su inquietante dimensión, parecían sonreírle.
Ya no le quedaban dudas: Annah Martin había pasado por su vida
"benignamente". Paul, entonces, acariciándose con extrema suavidad su
oscuro y espeso bigote pegoteado, sonrió. Sonrió estirando apretada y
nerviosamente, por el lado sur de su cara, sus contorneados labios, dibujados
bajo esa nariz de águila perdida que tenía. Sonrió, moviendo con
parsimoniosa lentitud sus grandes ojos negros, nuevamente en dialéctica
trayectoria unificadora de los rumbos este y oeste. Y lo hizo, esta vez, hasta
hacerlos desaparecer transformados, cada uno, en brevísima línea oscura, al
cerrarlos por completo. Paul Gauguin así, con su pueril manera de ver las cosas,
volvió a sonreír y esta vez, casi que podría agregar: "benignamente".
Amanda Patarca
FIN
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