miércoles, 17 de febrero de 2016

EL HILO







Con su pensamiento Violeta envolvía pesadillas sin darse cuenta. Todo en ella en el plano subconsciente funcionaba en forma automática. Y como cada ser amolda su conciencia a su existir, Violeta transitaba por la vida recubriendo con su propia baba, dulce y suave, a aquellas pequeñas partículas convertidas en acero oxidado, de forma irregular y bordes punzantes, situación a la que quedó reducido parte de su tejido interior.
Al sólo influjo del menor movimiento de su cuerpo, que aportara a su espíritu una leve duda respecto a la aproximación de algún amargo dolor temido, Violeta segregaba baba en lugar de adrenalina y envolviendo con ella al absurdo estímulo, el que la hiciera padecer en un principio hasta sangrar, reaccionando como hacen las ostras al ser agredidas por un minúsculo grano de arena osado, neutralizaba instintivamente el dolor provocado.
No es el momento de recapitular, se dijo, pero como el tiempo fluye y con él las ideas no sólo nacen y mueren, sino que además se deforman, se combinan, se separan, se olvidan, se tergiversan o resucitan iguales o cambiadas, comenzó a intercambiar ideas con su madre, muy distante de ella, y sin querer se sintió en aquella piel, la que ya en aquel entonces guardaba el mismo secreto que ella se encargaba cuidadosamente de ocultar a cada instante; las bolillas de acero oxidado de forma irregular y bordes puntiagudos que ahora ella poseía en su interior. Y es muy natural que aquello sucediera. Es tan natural como que Violeta recién hoy se diera cuenta de que aquello sucedió en forma idéntica. Ni ayer ni mañana, hoy, día en que acaba de ser retirado el último ladrillo de la casa demolida justo enfrente de su ventana. Hoy, que vio cómo la última porción de cielo entraba por el último resquicio abandonado por la casa, permitiéndole llegar sin sobresaltos hasta su propio horizonte nítido y fiel. Hoy, terminación de la poda total realizada en función de la intensidad de la luz de cada patio y cada corazón.
Dirigió de inmediato su pensamiento a aquella gran casa, la que cobijó su primera pesadilla, terminada abruptamente en aquel despertar de almíbar pernicioso llamado primer amor. Las manos de él la recorrían tan suaves, calientes y precisas como entonces... Morir con cada sueño nocturno y renacer amordazada entre susurros expectantes, mientras la piel caliente, exhalando el mismo perfume que el patio, transmite mensajes que acepta complacido un solo receptor. Locura junto al abismo que invita al vuelo. Ballet sobre navajas gigantescas afiladas a la española. Toro bravo que invita y desafía. ¿Es esto el amor? ¿Será...? Y siguió preguntándoselo cuando sola, después de esa partida inexplicable quedó entre nubarrones, visiones amargadas, borrones, lágrimas responsables y pilas de dignidad.
Dignidad, más dignidad, más dignidad, es igual a evitar la soledad, evitar la soledad, evitar la soledad.
-Mujer de un solo hombre, hija. Yo lo he sido. Mírame. A la cara. Mírame. Mujer de un solo hombre. No lo olvides.
¿Qué culpa tiene un otro? ¿Qué culpa tiene un otro que venga. ¿Qué culpa tiene que tener? ¿Enamorarse es morir?
-El tiempo cicatriza, hija. Mírame. Quizá llegue alguna vez el día en que entiendas lo que expresan las miradas. La mía, como ves, es siempre triste. Tu padre no entendió. Nada. Nunca.
La cama desespera, aumenta los pesares, apacigua al sediento, repara algunos males, hace pasar el tiempo, tranquiliza los ánimos, pervierte al redimido, santifica al profano que postra su osamenta aceptando reclamos del Dios de las alturas, sin embargo.

Violeta entró en su cama sabiéndose casada. Se sintió tan distante de su primer amante que lo tuvo presente, con triunfal regocijo hasta hoy. Esposa de un solo hombre y extraída dignamente del comercio cotidiano de las caricias lascivas, de las languideces expectantes, de las amarguras de los infortunios amorosos o de la ternura nacida entre fuertes brazos, mientras sobreviene el placer total buscado, programado, anhelado y recíproco.

Amor todos los días. Todos los días, se dijo, quizá hasta que me canse. Todos los días... ¿por qué todos los días? ¿Y si guardamos un poco? Yo querría guardar para mañana. Guardá para mañana. ¡Por favor! ¡Amor todos los días no!
Amor todos los meses. Amor todos los meses. Amor todos los meses. ¿Y si jugamos un poco? ¿Te acordás? No hace mucho tiempo. Ella reía y él se apaciguaba.
Al principio la luna salía muy temprano. Jamás tuvo Violeta que esperarla. Más tarde notó imperceptiblemente el paso de sus días. Ahora... los ojos. Esos ojos nuevamente. Se acuerda de esos ojos. Las manos, esas manos... Se acuerda de esas manos. Quiere encontrar la excusa. Quiere entender su huida y su regreso, cuando volvió y ella ya casada, mujer de un solo hombre, no quiso, no pudo o temió recibir explicaciones. Quiere olvidar las lágrimas y todo el desencanto que tuvo que enterrar cuando muriera tras su partida, para vivir sola y en secreto la melancolía del amor único y primero, recreado. Se sienta en aquel banco, arregla su vestido, retoca su peinado. Espera el colectivo resignadamente, escuchando latir su corazón al verlo aparecer. Ya baja.. Está a su lado. Rodea sus mejillas con las manos. La besa dulcemente. Se alejan. La bruma los devora. La cita durará más de dos horas.

Amor cada tres meses... amor cada seis meses... Un amor cada año.
¿Un amor cada año? ¿Qué diablo se encuentra en este infierno? ¿Un amor cada año?
¿Un acto de amor querrá decir...? Un sólo acto.
Violeta se siente como viuda. Los ojos se le ahuecan. Quiere reír pero se siente vieja. Quiere jugar pero no dice cuando. Perdió la intrepidez. Cuando duerme tiene los pies helados. Nadie se los calienta.
Mujer de un solo hombre, sacada con engaños de fidelidad forzosa, del comercio cotidiano de las miradas lascivas, del conocerse rozando, del decir con picardía, del pensar interesado. Rastrea entre sus sueños. Recuerda sensaciones. ¿Ser fiel a un desengaño? ¿Por qué no?
Reniega del presente. Del amor cada año.
Sentada entre las sábanas acomoda almohadones dirigiendo su mirada a la ventana. El horizonte, partiendo su panorama en dos, presagia su futuro. El horizonte no es más que un hilo tendido. Tensamente tendido. Violeta hace un esfuerzo y se incorpora, tendiente...





LA BÚSQUEDA (Alegoría patriótica II)


I

¡Cómo haber descripto antes esa casa, mi casa, si todavía no la tenía comprendida!
Sabía, aunque intuía que no era ése, precisamente, el detalle significativo de mayor peso, que se encontraba en lo alto. Y que sus cimientos, proyectados como para sostener la más poderosa fortaleza del momento, fueron levantados, fuertemente construidos, sobre una extensión estratégica e inteligentemente elegida. Tierras éstas que por haber sido consideradas nuestras a través de los sentimientos de los antepasados, resultaron mías, sin títulos concretos.
Describir la casa que resultó, se me hace imposible pero, paradójicamente, es esa tremenda imposibilidad la que me impulsa instintivamente, es decir, sin resortes de control, a lograr mi propósito especialmente hoy y de hoy, este momento.
Mi casa era muy grande de verdad. La vi grande de chica y la seguí viendo grande a medida que el tiempo iba pasando y aún hoy insisto en verla grande, quizá por aquello de los cimientos y de la extensión estratégica de sus tierras.
Estaba construida sobre el peñasco más alto. Dicen que para preservarla de las inundaciones. Pero ya sabía yo, porque lo pensé mil veces, que si se salvaba de las inundaciones por estar arriba, no se salvaría de algún desmoronamiento. Creo que comencé a pensar en eso cuando la palabra relatividad encendió sus luces para que yo reparara en ella y la dejara entrar en mí como lo hice, orgullosamente convencida de mi nueva adquisición.
Mi familia, a pesar de habitar en lo alto, en una casa amurallada y cimentada con la hidalguía de nuestra estirpe, sufrió la afrenta de la invasión de su intimidad por la imposición espartana del imperio del orden.  Los intrusos despojaron, a cada uno de los que componíamos el grupo -entre los que me incluyo- de todas sus pertenencias. Y a tal extremo llegó la usurpación que, adueñándose del brillo de nuestras miradas, de la expresión de nuestras sonrisas, de los rasgos característicos de nuestras facciones, resultantes forzosos de nuestra forma de ser, manteniéndonos secuestrados y en total aislamiento, como para impedirnos ser escuchados cuando nos destrozábamos reventando de indignación, no sólo ocuparon nuestros lugares, sino que más tarde engolosinados por la situación, se endeudaron con vecinos, comerciantes, amigos y clientes nuestros, bancos y sociedades nacionales y extranjeras, invocando nuestros nombres, usando de nuestras garantías y representándonos con tanta autoridad, audacia y señorío, que confundiendo estar con ser, se transformaron en nosotros, completando nuestra ruina.
Gritos y sollozos cada vez más cansados se acallaron, primero entre las mullidas paredes de nuestros dormitorios; más tarde, dentro de las dependencias graníticas subterráneas que constituían la gran planta conservadora que llamamos cave en homenaje a la parte francesa y nord-Italica-española de nuestro ancestro y a la que accedimos por última vez, sin lograr poder desandar nunca más ese camino, descendiéndolo por la húmeda y acaracolada escalera, confinada en mi subconsciente, responsable de las exigencias que mi cuerpo le impone a mi memoria cuando, necesitado, decide rescatarla, separándola de la bruma que, por lo general, la desdibuja.
No puedo saber cuánto tiempo estuvimos en tinieblas, alimentándonos solamente con lo que sin pensar habíamos resguardado para conservar. Lo que sí puedo precisar, es la fulgurante diferencia cuando, luego de encontrar el pasadizo intuido y de recorrer arrastrados y a oscuras la distancia interminable que nos separaba de aquel otro lugar misterioso, anhelado y temido, la luz llegó a nosotros limpia, comprensiva, sabedora de nuestra lentitud y como desafiando imprudente a los que nos habían infligido aquel refinado suplicio.
Ese encuentro fue como una explosión de sosegada belleza.
A través del orificio el paisaje inconmensurable, abrumado por el peso del resplandor, obligó a mi razón, que había permanecido hasta ese momento en actitud de cautelosa espera, a colocar las manos a los costados de la cara a modo de paréntesis, sólo para penetrar en mi interior transformado. Aquel paisaje, más que una realidad, parecía una explicación profunda y silenciosa surgida desde las entrañas de la tierra. Y como no podía ser de otra manera, ya que habiendo subido nos encontrábamos en la cumbre pero del otro lado, debíamos  descender para salvarnos. Y, entonces… nos aprestamos para el descenso. La nieve cubría las laderas imposibilitándonos encontrar algún camino. Mirando para abajo el plano se inclinaba más y más. La ley de gravedad hacía lo imposible por entregar nuestros cuerpos al valle inferior, distante kilómetros y kilómetros, nadie podía precisar cuántos, y muchos días de marcha entre grietas, pasos de agua, abismos, quebradas, vertientes, paredes heladas, ventisqueros...
Cuando el grupo se organizó, muchos ya no estaban allí. La tensión, el ímpetu, la imposibilidad de la espera programada, los precipitó haciéndolos estallar en la revelación de la incógnita final.
Nos restaba la esperanza de encontrarlos a salvo Los más cautos emprendimos el descenso programando cada paso, minuto a minuto, sin dejar que nada quedara librado a la deriva, ya que un paso en falso significaría caer al abismo, abrazado a la fatalidad, descontroladamente.
Sin brújulas, sin sentido orientador, con pocos víveres y un solo recipiente conteniendo agua, nos largamos barranca abajo, pensando solamente en el maravilloso milagro de la vida palpable. Al cabo de millones de días nos encontraron. Parece que, del total de los que componíamos el eterogénico grupo de parientes, los respetuosos defensores de los valores establecidos en nuestros estatutos, han quedado reducidos a menos de la mitad. Lástima, porque ahora sabemos por experiencia propia o mejor dicho: por lo que fue pasando: que para lograr ciertas cosas el número de la minoría no alcanza.

II

De los actos decisorios del ser humano, el matrimonio es el fundamental, no sólo porque lleva a concretar la existencia de una nueva familia, sino además, por las consecuencias de todo tipo que de esa unión suele derivar. Ayuda mutua, amor recíproco, entendimiento, cooperación, por sobre todo, cooperación. En ella, todas estas obligaciones deben encontrarse relacionadas. La familia es la base de la sociedad y la sociedad componente esencial del estado; del estado que es orden, continuidad en la responsabilidad y felicidad para todos. El hombre es a la familia lo que la familia es a la sociedad, lo que la sociedad es al estado, bajo el impero de la ley, rigurosamente interpretada.
Eso fue lo que dijo el fiscal en el juicio que contra nosotros iniciaron, muy pronto, nuestros acreedores, ex-amigos y vecinos, comerciantes, gerentes de bancos, y directores de sociedades anónima nacionales y extranjeras, relacionados económicamente con nosotros, desde tiempo inmemorial, con los cuales, invocando nuestro nombre, operaron nuestros captores.
Aún hoy, todos quieren cobrar los créditos que quedaron pendientes de pago. La casa no se vendió porque su precio verídico, imposible de determinar honestamente, nos hubiera obligado a establecer un precio de plaza que, por vil, no hubiera alcanzado. Tampoco a cubrir nuestra dignidad. Pero como somos honestos y, de alguna manera, queremos entregar, a cada damnificado lo suyo, ya que no tuvimos la intuición necesaria como para contratar a nuestro favor un seguro contra estafa, nos fuimos construyendo como para soportar este tiempo de angustiosa espera de tiempos propicios, con la ayuda de algunos hierros que logramos esconder, sin que ninguno de nuestros captores se diera cuenta, una gran jaula, dentro de la cual todavía nos encontramos amparados de los rabiosos y de los sucesivos ocupantes, ninguno de los cuales demostró virtudes como para recomendar. Ella nos está sirviendo como receptáculo de preservación y de producción, dentro de sus dimensiones, de lo considerado necesario para sobrevivir. Ya que el tiempo lógico de nuestra vida no dará jamás la posibilidad de recuperar, medido en grado de sosiego, lo que esa deuda, la expresada nos ha hecho perder. Como tampoco las sucesivas deudas sobrevinientes, generadas por los consecutivos nuevos moradores, consideradas, de igual manera, impagas por los integrantes de la comunidad enjaulada.
Desde aquí, detrás de las rejas, observo otro precipicio. Parece más profundo que el que pudimos dominar. Viviremos aquí hasta que la necesidad nos haga amoldar la conciencia al curso de los acontecimientos y hasta que convencidos, así como construimos esta celda con el propósito de refugiarnos, la volvamos a desarmar para lograr la libertad, cuando las circunstancias sean propicias. Desgraciadamente, la palabra grupo está perdiendo su significado original. Creo que uno a uno irá saliendo a medida que encuentre la forma de hacerlo sin comprometer al resto. Esta es la única actitud coherente del hoy llamado espíritu de grupo.
Todos los que estamos encerrados aquí, en este momento, sabemos sin embargo, porque lo intuimos antes de haberlo pensado, que debe haber otra salida, aunque la desconozcamos en la actualidad. Detrás de lo que imaginamos nuestra jaula veo el paisaje helado, incoloro, el que desanimado me descorazona invitándome a dudar. Alargo la mano para tocar lo que parece nieve, pero debido al fragor de la batalla librada dentro de mí, extravío la vigilia, me distraigo, pretendo volver a la situación inicial, pero mis dedos se han quedado pegados al peñasco nevado, luchando contra el calor extraño que irradia esta tierra que, rodeándome, me abraza, tratando de despojarme de la energía que produzco para entender. El paisaje blanco, contrapuesto al cielo, cobra colores alucinantes. El rojo, el amarillo, el violeta, el azul... Se apretujan mutuamente. Cada uno quiere predominar en mi pupila, luchando contra los otros. Uno contra uno, luego uno contra algunos, uno contra muchos, aumentando así casi imperceptiblemente la interrelación, hasta culminar en una gigantesca batalla campal, en la cual los colores ensañados, sobre todo los más prepotentes, se agreden  entre sí. Y como quien encierra en un baúl los harapos de una época ya pasada, cierro los ojos y mientras aprieto fuertemente esos colores sublevados contra mis párpados, para que con sus últimos estertores mi alma logre nuevamente encontrarse con la paz, comprendo que todo fue una terrible ilusión. El paisaje vuelve a ser blanco, no sólo para mí, sino también para todos los que tomados de las rejas y a mi instancia exclamamos: NIEVE, BLANCA, FRÍA, con el único fin de mantenernos no sólo en comunicación lógica, sino con el entendimiento, transportado a común denominador, lo más verídico posible.
Aquellos que flotaban atravesando rejas y cuerpos macizos, desconociendo la fuerza de gravedad o ignorando la composición de la materia, se volvieron a ubicar naturalmente en sus lugares para iniciar, con todos, la búsqueda.

                                                                                                 FIN

                                                                                                                    Amanda Patarca                        

Sinfonía “DESTINO”. (Opus 1 en futuro mayor).

Era un cielo abierto de un azul glicina
que enjambres de abejas rociaban con miel.
Y así presentado: dulce y sin neblina
se instaló en mis ojos y me fui con  él.

Cuando está conmigo, no debo olvidarme
que en su abrazo acuna mi razón de ser.
Pero estando lejos deja de ampararme.
Su ausencia me abruma, me invita a caer.

Si se queda inmóvil, flecha demorada,
luna detenida menguada de luz,
sin ser firmamento, ni cielo ni nada
se convierte en sombra de mi propia cruz.

En cuanto despierta y entra en su mirada
la carga de angustia que intento calmar,
me ofrece su barca; la aferro aterrada
mientras leva el ancla para entrar al mar.

Mi norte -trepado a esa flecha cohibida
del plano aún latente; sin activación-
con la luz de un sino orientó mi huída
y hacia el horizonte impulsó mi acción.

¡Ningún ser viviente traspasó esa línea!
-Me alertó el destino prendiendo un farol-                            
Y al verme alejada de esa franja ígnea
me quedé a la espera de la luz del sol.


                                                         Amanda Patarca.
(Extraído del libro El altar de los acordes, en Sol Mayor)

miércoles, 3 de febrero de 2016

A INSTANCIAS DE DON CUCHO (Cuento).

                                       

No sólo conozco a don Cucho sino que, además, lo aprecio. Y hasta podría afirmar que lo admiro, con esa clase de admiración canina que sólo un perro puede sentir por el que se comporta como un amo, es decir como un señor. No porque me tire un hueso. No. Más, nunca le acepté propina. El mismo lo puede decir. Solamente acepté de él, eso sí...
No, déjeme pensar... No era que aceptara, más bien los esperaba. Eso, los esperaba. Sus consejos, sus increíbles consejos... los que venían y yo siempre tomaba como para que no salieran nunca más de mi. Para darme ánimo. Para que de alguna manera me sacara esta timidez que todavía me queda a pesar de lo que ocurrió y sigue ocurriendo y que para mi tiene mucho que ver con lo que vengo leyendo. Del  género policial, claro. ¡Qué sé yo!
¡Sus consejos! Los que jamás me llegaron así porque sí, como llegan a uno todos los que dan los padres plomos. No, éstos, de los que estoy hablando, llegaban pegados a esas historias tan lindas... Como las que solía contarme cuando me encontraba cabeceando ya de sueño, detrás del mostrador de la conserjería, algún sábado a la madrugada. El las llamaba anécdotas... Total, que al final se quedaba mirándome con esa cara de calavera de tango sin edad que la experiencia acumulada de viajante ajetreado otorga siempre. Adiestrado a la perfección, en su caso, para conseguir acaparar la atención de todos pretendiendo, además, pasar desapercibido. Al terminar sonreía sin abrir los labios. Tamborillaba al unísono los largos dedos de sus robustas manos, uno de los cuales se lo había arruinado un chimango en funcionamiento y mirándome sin mirar nada, o no, porque tal vez lo que miraba era el aire cargado de humedad y olores, desaparecía para aparecer luego, al cabo de otro de esos largos viajes, abarcadores de un sinnúmero de lugares del interior, cuyas ciudades tenían nombres tan raros como para que nadie pudiera recordarlos cuando pretendiera nombrarlas. Tilisarao, Renca o Naschel son de los pocos que me acuerdo, nada más que porque se tomó el trabajo de explicarme lo que querían decir esos nombres.
Ya hace tiempo que no lo veo. Que vive, vive. Alguien, hace muy poco... se refirió a él y no precisamente como muerto. Fue justamente aquí, en fin... A mi, les diré, me salvó la vida. Así como lo oyen. Y aunque algunos opinen  que en las discusiones se las da de ganandor, yo no puedo repetir eso. ¿Qué quieren que les diga? Siempre me pareció un gran tipo. No desde que comenzó a venir al hotel sino desde mucho tiempo antes. A partir del momento en que decidiera construir su casa cuando se casó; el hogar conyugal, así le dicen, justamente enfrente del ángulo más profundo de la curva de Todd, el lugar más peligroso de la Ruta 8, exactamente a cinco Kilómetros de Arrecifes yendo hacia Pergamino. Lo admiré, sí. ¿Y por qué no admirarlo? me digo siempre. El es Blanco de apellido y como todos los Blanco llevan el Espíritu Santo sobre sus cabezas. Y una vez yo se lo vi. Fue el día que llegó un primero de enero. Apenas estaba amaneciendo y el sol recién salido  le remarcaba el contorno de su cabeza lustrosa con resplandores dorados que latían como acompañando a su corazón. Nunca su presencia me impactó tanto. No sé si se han dado cuenta que soy... más bien brutito, aunque leer leo, pero sólo cuentos o novelas policiales, eso sí. Por mi formación, digo, no puedo creer en la poesía, aunque acepto que no fueron pocas las veces que quise acercarme a ella. Tal vez porque estoy convencido de que no llegaré nunca a captarla tal como dicen que con ella hay que hacer. Pero ese día... No sé si estaría soñando o qué cuando él llegó, pero me pareció que venía envuelto en poesía o en algo que, seguramente, se parecía mucho a ella. Al saludarme, fue su presencia la que me sobresaltó pero su pregunta me obligó a despertar del todo. -Desde que trabajás aquí- comenzó diciendo -¿Alguna vez fuiste testigo o partícipe de algún asalto?-
¿Partícipe? ¿Si tomé parte? Avise don- le contesté -En algún momento y de eso ya hace bastante tiempo, fui liebrero y hasta nutriero... no lo niego pero de ahí a...
-No Pichón, no entendiste- me contestó paternal -sólo quise preguntarte- si fuiste víctima de algún atraco. A los hoteles suelen tomarlos de punto, especialmente cuando están llenos. No olvidés que los turistas siempre andan con dólares-.
Les cuento que ya me gustó más. La explicación llegó a tranquilizarme. Tal vez por eso, convencido de que Don Cucho no me había confundido con un delincuente, hasta tuve tiempo de sonreirle fugazmente, en señal de nueva puesta en marcha de sincera simpatía de mi parte. Eso, sólo unos momentos antes de que me diera las instrucciones que aún hoy, después de tanto tiempo, valoro más que a todas las recomendaciones juntas que me hiciera mi madre para sacarme juicioso. Cosa que, al parecer no consiguió del todo. Aunque pensándolo bien... Que sé yo. Vaya uno a saber...
De todos modos, así como hasta el día de la formulación de la pregunta, jamás había pasado por mi cabeza la posibilidad, siquiera, del peligro de tomar parte en un asalto, con tiroteo, enmascarados y todo lo demás, desde ese momento, olvidándome de las instrucciones de don Cucho, elaboradas para el caso, el miedo brutal de que ocurriese uno, mientras cumplía mi trabajo, me obligaba a considerar "refugio" a cuanto lugar cóncavo con posibilidades de ubicar el cuerpo entero existiera a mi alrededor.
No habían pasado cinco días desde la conversación que generara mi relato cuando, de pronto, inesperadamente, la energía que mantenía dominadas las riendas con las que siempre, luego del envión, yo concretaba la realización de mis actos, me jugó sucio haciéndome girar sobre mis talones, obligándome por la fuerza a tomar por una diagonal de tránsito liviano, totalmente desconocida para mi. Ya verán. Y como yo seguía siendo el mismo, de éso no tenía ninguna duda, al cabo de un instante comprendí lo que realmente había pasado: que el destino final de esa actitud había cambiado de lugar.
Esto que les cuento me sucedió cuando en el hotel se realizaba un Encuentro Nacional de Poetas Místicos lo que hizo que se encontrara tan colmado que había huéspedes durmiendo hasta en los ascensores. Los organizadores consideraron que ese era el lugar ideal para trabajar sobre los misterios insondables del más allá trascendental, dado que no había nada para ver ni dentro ni fuera del hotel ni tampoco en los alrededores lejanos. Así fue como, mientras transcurría aquella madrugada consejera en la que Don Cucho, simplemente, pretendió alertarme de las ventajas que genera en el hombre la práctica a propósito del dicho "Es mejor prevenir que curar", sucedió el hecho, tal cual me lo describiera como ejemplo. Tres encapuchados apuntándome con sus revólveres me aconsejaron no perder la calma que, dicho sea de paso, jamás perdí gracias a la "positividad" del ensayo previo, efectuado algunos días antes, justamente con don Cucho. Además, me vi obligado a mantener la mirada sin indicios de expresión como así también las manos bien en alto, sin demostrar cansancio, casi en una actitud de gozo, como pretendieron que me mantuviera durante todo el tiempo que duró el asalto. Me gritaron un poco, tal vez, eso sí. Al parecer querían de mi el mismo semblante que acababa yo de contemplar en los poetas, conmovidos como se mostraban, por el misticismo que emanaba de sus poros debido, seguramente, a los sublimes textos leídos durante todo ese día.
La madrugada seguía avanzando. Los participantes del Encuentro dormían, ya. Los encapuchados, cansados de esperar algún movimiento, comenzaron entonces a cumplir con el ritual que don Cucho me había adelantado. Primero se sacaron las capuchas. Total, dijeron en voz alta, aquí nadie nos conoce. Yo asentí con la cabeza porque, efectivamente, esa era la verdad. Ahí, sin hacer el menor ruido y con los brazos que se me iban cayendo como consecuencia del peso de mis propias manos, comencé a poner los ojos con mirada de entendedor sobre el cuerpo del más altanero, según la recomendación de don Cucho. Y como ni se movió, apreté un poco más la tuerca de mi aparato mental y siguiendo con las instrucciones precisas, me ofrecí para cebarles mate. Aceptaron, pero me di cuenta de que sólo fue para hacerme algunas preguntas por demás idiotas. Que a qué hora venía el conserje principal. Que cómo era que habiendo tanta gente no apareciera alguno de los dueños, aunque más no fuera para sonreír y saludar como hacen en todos los hoteles. A esa pregunta y a otras por igual de tontas que siguieron repitiendo una y otra vez, yo les contestaba siempre lo mismo: que sólo me encontraba allí para cuidar de noche. También les dije -tal vez con el propósito de terminar de convencerme a mi mismo- que manteniéndome en esa absurda actitud -de huésped místico, especialmente cuando ellos tomaban mi mate- yo de igual modo seguía cumpliendo férreamente con mi deber de cuidar la casa, el Gran Hotel, propiedad de esa mujer desconocida, que me pagaba para eso, a la que llamaban, sin que se supiera por qué la "Anónima". Además, les pedía por favor que no me preguntaran más por los dueños porque yo sabía, de buena fuente, que desde su inauguración no había dueños sino sólo una dueña, pero que no se hicieran ilusiones de conocerla porque ella, como hacen todos los alcohólicos que no quieren que los vean bebiendo, no se deja ver jamás. Y no me miren así porque sé lo que digo y lo sé porque tengo oídos para escuchar.  ¡Qué se le va a hacer!
Cuando ya comenzaba a clarear les pregunté si querían algún cafecito y como me aceptaron todos, utilicé el agua del termo de dos litros que siempre tengo a mano, debajo del mostrador, al lado de los libros de taqueros que cuando me desvelo devoro mientras tomo mate.
Aquella noche se tomaron dos o tres cafés cada uno, sin azúcar, ­que asco! Y me hicieron preparar más, por si alguno de los huéspedes, al bajar, pedía.  También me hicieron preparar una bandeja con unos cuantos pocillos limpios, cucharitas, servilletas de papel y la azucarera, que tuve que recargar porque, como siempre, cuando uno la necesita la encuentra vacía. Hasta me hicieron ir a buscar edulcorante al comedor, dándome así una real prueba de confianza ¿No les parece?. Yo les prometí cooperación, eso sí. No por miedo sino para que no me hicieran daño. Las torturas siempre me espantaron. No podría nunca llegar a imaginarme a mi mismo con fósforos encendidos debajo de las uñas quemándome la carne, ni maltratado. Tampoco con un tiro en la cabeza o en el corazón. De allí que mi simpatía por don Cucho se intensificara a partir de aquel día, mientras ensayábamos. Por eso me atreví a decirles que si yo les ofrecía mi lealtad era porque estaba decidido a ser leal, de lo contrario no me hubiera animado a comprometerme  cómo me estaba comprometiendo, sin necesidad. Porque, sépanlo, cuando yo prometo, aseguré, cumplo como el mejor. Tal vez... continué diciéndoles, me he dejado convencer. Ya veremos. De todos modos les confieso que me está gustando ser aliado de ustedes. Hasta ahora se han portado muy correctamente conmigo. ¿Qué más puedo pedir? No sé qué quieren robar ni a quién. Aquí, sépanlo, nunca dejó nadie nada. Algún paraguas, algún paquete... valijas, bolsos. Pavadas. Ni sé, tampoco, si en el hotel tendrán algo de plata para ustedes, porque... parece que tienen un grave problema. El de la quebradura de alguien. Así que... A propósito ¿Se habrá quebrado Doña Anónima? Bueno... yo sólo me estoy preguntando... nada más.
No terminé de pronunciar la última frase cuando el único que quedó a mi lado, ya que los otros se apartaron un poco como para investigar el terreno, apuntándome al pecho con el revólver, aunque sonriéndome, comenzó a tranquilizarme, enseñándome, con su propia actitud, qué era lo que yo debía hacer para cooperar y por sobre todo cómo. No tengas miedo. Tampoco te preocupes porque esto es puro teatro, ya vas a ver. Vos, lo único que tenés que hacer, de ahora en más, y ojo porque ésta es una orden, es servirles a los que te pidan algo, lo que te pidan como para poder luego indicarles el camino, sin que desconfíen. ¿Entendiste? Afirmativo, le contesté. Cuando le dije así y escuché su carcajada sentí que empezaba a  gustarme demasiado aquello que seguramente haría. El juego terminó de atraparme por completo cuando me di cuenta de que ese "todo", al que me estaba sometiendo solo, consistía en convencer a los poetas místicos, a medida que iban apareciendo en el hall, que debían dirigirse, sin pérdida de tiempo, al piso de abajo utilizando la escalera, para completar el registro de ingreso y recibir un catálogo de información turística. Así hice y según parece a la perfección. Demasiado fácil resultó todo, aquel primer día. Tanto que al irse, antes de ponerse nuevamente las capuchas para lanzarse como flechas a la calle, uno de ellos me tiró un paquete que atajé desde atrás del mostrador, como lo hubiera hecho el arquero de Vélez. Esto es tuyo, pibe, me gritó mientras corriendo desaparecía. Te lo ganaste, campeón. La semana que viene tendrás noticias nuestras. Chau. No lo abrí hasta llegar a casa. Ahora, por cábala siempre hago lo mismo. Y no les voy a confesar nunca cuanto gano por año con esta changa semanal porque van a pensar que soy lo que algunos llaman "cómplice" pero para nosotros por tratarse de un simple juego nos autodenominamos los "aliados". Llevamos siempre la de ganar y eso, así parece, es lo que lo torna un poco peligroso. Un poco más, tal vez, que cuando siendo otro el grupo, salíamos con los galgos y la chata, que siempre se quedaba sin nafta porque le faltaba la tripa. ¡Cómo dejar de recordar aquellos días!... no tan lejanos, dos años atrás, apenas, cuando haciendo como que cazábamos liebres o nutrias, después de llenar las bolsas con fruta verde porque jamás llegábamos a encontrar fruta madura en las plantas, nos vengábamos llevándonos alguna garrafa o algún petromás. Y si se nos daba la loca, algún colchón, nuevo eso sí. Y si ese día llegábamos a tener un poco más de suerte, alguna pieza de tractor, de paso. Sin embargo... esto me gusta más. Aunque a veces siento nostalgia. Hay hoteles que hasta quisiera quedarme. En este preciso momento estoy cumpliendo el rito, como ellos dicen. Ya hice café. Les cebé mate a todos. Creo que tengo fiebre. Ya son las cuatro de la mañana y abajo debe haber por lo menos cincuenta. Son todos bacanes. O sea que lo que se les pueda sacar, a ellos no les cuesta, prácticamente, nada. Lo reponen enseguida. Mejor así. Vinimos porque aquí se está desarrollando, desde ayer, una Conferencia Internacional sobre "Fosfato Diamónico". ¿Qué será eso?. Tal vez se trate de algo para mejorar la conciencia. El fósforo ¿no sirve para hacer pensar?  Mi tía Carmen decía éso, me acuerdo. Como también decía que era veneno, que no había que ponérselo en la boca. No acabo nunca de agradecerle a don Cucho por haberme enseñado a confiar en el mantenimiento del equilibrio, a partir del "prever", imaginando todo tipo de situaciones límites, "desestabilizantes" como él las llamaba. Gracias don Cucho. Por usted he aprendido a tomar recaudos... a ser sagaz... bueno, medianamente. Yo puedo afirmar, hoy, y por fin con derecho, que el éxito que consiguieron las actividades de mi grupo radica, exclusivamente, en saber hacer cada cual lo suyo, a la perfección. Yo, que sólo vengo a ayudar haciendo siempre de conserje, porque las circunstancias se me dieron de este modo, sé muy bien lo que tengo que hacer, estemos en el lugar que estemos. Por eso, mucho antes de que encuentren al conserje de verdad, el que en este momento está atado como un matambre aquí, a mi lado, inmovilizado bajo el mostrador, entre mis piernas y el termo y con la cabeza apoyada sobre el libro de cuentos policiales que me traje, yo voy a estar abrazado a mi paquete, corriendo a más no poder, bien lejos de este lugar.  ¿Qué son esas sirenas? ¿Y todo este alboroto que me aturde? 
¡Tiros!  ¡Escucho tiros! ¿Les estarán tirando a ellos? ¿Por qué? ¿Y justo acá... que todos pueden re...poner....la... plata...tan... tan... fá.... cil..... mente.....?  ¡Hay Dios mío!  ¡San...gre! No.... permi.... tas.... que.... me...........   ¡Don Cucho!... ¡Pronto! ¡De vuelta ... la hoja! No.. se... dis ... trai... ga, Don ... Cuch ...

FIN


martes, 2 de febrero de 2016

EL DESLIZ (Tributo al Santito de Renca de San Luis).



El olor de la fritura de mis empanadas, bajo la lona de mi tienda, se mezcla con el de la yerba buena que brota de la tierra húmeda de lluvia. Milagro producido anoche quizá para festejar el día del Santito. Mi amoroso y sumiso guardián. Indispensable objeto de mis súplicas infinitas. Partícipe insospechado de mi recóndito malestar, fruto multiplicado de mi eterna caída.
Santito,  perdón. Perdón, Santito. Perdón.
Santito. Ni todo Renca te quiere como te quiero yo.
Por fin... Por fin asoman las carretas.
Los años anteriores, a esta hora, ya estaban dispuestas frente a la iglesia o alrededor de la plaza y su gente armando las tiendas para pasar el día. Canto, vino y amor para servir al Santito, el que por esperarlo todo, justifica todo, siempre.
Desde aquí observo el andar de la primera carreta acercándoseme lentamente, seguida por una larga fila de imagen borroneada, que termina en un punto turbio y espeso. La miro fijamente y el destello del sol entre la polvareda parece llenar de pájaros luminosos su llegada. El marrón quiere ser verde y sólo consigue confundirme. Veo trazos amarillos y otros sin delimitar que juegan con las formas. Los bueyes hunden sus cabezas y dejan que yo los imagine todo cuerpo, todo patas, todo lomo... Todo sombra brumosa.
Se forman y deforman. Se sumergen en la tierra barrosa y en el polvo ligero que lleva el viento y avanzan pesadamente.
Así los veo. Bultos arriba y más abajo luz. Cajones enganchados y sobre ellos la nube que sólo la envuelve a ella, delirante viajera deliciosamente interpretada por su propia imagen de mujer hundida en su vigilia esperanzada. Deslizándose ahora sobre los sucesivos escenarios encendidos con brasas arreboladas, dispuestos a los costados del camino. Majestuosamente espejada en este instante, en las numerosas, multiformes y abrillantadas lentes llamadas charcos. Silenciosos testigos ocasionales. Verdaderos captores de efectos iluminados, tales como las repetidas y extensas pobrezas reflejadas. Pobrezas pasajeras sólo para el que viene o se va y según sea su velocidad de marcha. Pobrezas indudables pero poseedoras de tal magnitud de claridad que reconocer su causa verdadera, ente las tantas posibles, existentes a la vista tan sólo en el extenuado cansancio de gran parte del género humano, proveniente de su obligación de soportar con el alma el excesivo e incalculable peso de su cielo ilusorio, se hace fácil para el que permanece quieto.
Camisa blanca como la mía aquel día. Chispas y luces, pájaros y risas que la unen a él. Él, el mejor, el único, el que logró no convencerla, como todos dirán mañana, sino el que se animó a invitarla sabiendo que ya había ella aceptado de antemano.
Brazos fuertes, frente ancha, torso amplio y protector. Mirada lejana. Casi diría que me alcanza como yo a la de él. Mirada exactamente igual a aquella otra que ya no percibo, aunque sus ojos me sigan mirando, pero que permanece intacta dentro de mí para recordarme insolentemente mi caída, mi llegada urgente con ritmo de huida. Del cerro al llano. Con él.

                               Amanda Patarca

SANTA CLARA Y LA LUZ (Cuento)

Violeta consideró que "ese" esperar más que un esperar era un desesperar. Por eso se dijo: A otra cosa...queridita ¿No eras vos la que porfiadamente se pasó la vida esperando que el signo de Acuario irrumpiera para sentirte gata, justificadamente? Y bueno... tal vez esta espera desesperada sea el signo. Entonces llegó. En tanto, el compact-disc que acababa de apagar y que escuchara aquella tarde, como todas las tardes, últimamente, millones de veces, a todo volumen y con perfecta nitidez de presencia, había terminado, al cabo de las horas, por transformar su cerebro -herramienta considerada sagrada y por esa razón cuidadosamente cultivada por sus padres- en un pegajoso mar de gelatina tan espesa como para hacer desaparecer en su arrastre cualquier tipo de cosa, por buena, normal, extraña, inofensiva, anodina o brutalmente tóxica, que fuera. Como, por ejemplo, los kilolítros de jugos gástricos, propios, elaborados inconscientemente por su cuerpo, en reacción contra las innumerables humillaciones de todo tipo, recibidas desde largo tiempo atrás, cuando a partir de su primera menstruación se le ocurriera ser libre. Ignorando lo que esa palabra le depararía de allí en más, lastimándola hasta conseguir hacerla sangrar por las llagas abiertas en su carne viva. Ocurrencia generada y puesta en práctica, exactamente, a partir de la época de la iniciación de los infinitos despliegues y repliegues de armamentos -que aún, pese al tiempo transcurrido, persistían respecto de ella- llevados a cabo en ese lugar indeterminado, en donde suelen desarrollarse los duelos amorosos, ¡uf! por todo aquello relacionado con la toma de posesión de un cuerpo frágil por parte de algún varón, ansioso y casi siempre fuertemente acongojado ante la insistente negativa de la mujer virtuosa. Violeta, que ignoró a sabiendas el valor intrínseco de ese adjetivo, especialmente el asignado por la grey creyente, en el ámbito religioso, sólo atinó a rememorar, ubicada en medio de la bruma aportada por los años, lo que su primer amante musitó a su oído de mujer ya púber, aunque muy reciente, una oscura noche en un también oscurísimo lugar: "Espero, amada mía" -así le dijo- "que esta fuerte experiencia concretada por ambos, haya significado para ti lo que significó para mí: Un vuelo hermoso... Un momento de goce en las alturas del cenit en conjunción con la aurora y su luz". Agregando después de un suspiro " ¡Y en íntima comunión con Dios!" El muchacho había sido seminarista. Iniciación. Tiempo que comienza en la mujer, cuando su interior, húmedo y pegajoso como la gelatina del cerebro de Violeta, reclama ese algo que las circunstancias se obstinan en impedir, aduciendo que la represión que sobrevendrá a partir de ese instante, es la gracia con que la suerte premia siempre a las voluntariosas o al revés. Y que... en fin, que se dejaran todas de embromar como le dijo a Violeta justamente su circunstancia, porque para hacer "eso" todavía le quedaba mucho tiempo. ¿Para qué apurarse, entonces? Y esa era la verdad pero no lo era tanto para ella. Transitaba por los catorce, la edad de la reacción endocrina perfecta, así le dijo su médico justamente ayer. Violeta se acordó de pronto de su prima Alicia, de su mamá, de Margarita, la que se había casado a los veintisiete, con el velo en la cara. ¡Que disparate! ¡Habían pasado ya tantos años! ¿Por quién protestar? Seguro que por ella no. ¿Entonces? A esa altura no alcanzaba ya a comprender por qué el vivir, hoy, le estaba demandando tanto esfuerzo. Por eso, mientras esperaba al que prometió llegar algún día, escuchaba compac a todo lo que daba hasta hartarse, para tratar de poner luego la mente en blanco consiguiéndolo sólo cuando su cerebro ensayando, antes, varias respuestas ininteligibles llegaba a decirle sí con la cabeza. Ese era el indicio más que suficiente para comenzar la cuenta a oscuras, como le habían enseñado en control mental. ¡Su cerebro! Su cerebro, ya absorbía cualquier cosa menos el dual y delicado placer fruto de su instinto. De efecto rápido y cenit automático, además. Lo sabía, por eso casi resignada se encontraba dejándose llevar inconscientemente a la celebración de esa súbita llegada a la estación llamada santidad dentro de la cual, aunque se desee, no es posible cometer pecado alguno. Tal vez por eso no buscaba moverse. Pero ahora...¿Qué le estaba pasando, ahora? Ahora, algo parecía cambiar. ¡Estoy salvada! gritó Violeta apagando, de golpe, el grito para poder estirar sus labios, apretándolos, a la manera de una sonrisa escéptica, mientras sus ojos de abrían cada vez más en señal de alegría. ¡Su cerebro! ¿Se estaría rebelando nuevamente como entonces? ¿Sería el mismo que aquel que la mantenía sometida obligándola a preguntarse "why not", cada mañana, durante su juventud? ¿Que pasa con la luz? se preguntó angustiada cuando todavía aturdida volvió en sí, en la penumbra de su cuarto. ¿Condena o redime? Ante la irrupción de tamaña incógnita Violeta, que mantenía la cabeza sólidamente adherida a su almohada, incorporándose violentamente, no pudo menos que sonreír al reconocer su exaltado semblante, dentro de la luna cristalina de su espejo biselado. Sabía que estaba sola y que seguiría así por mucho tiempo. Por todos los años que le restaban de vida, tal vez. A no ser que el anunciado y tanto tiempo esperado se hiciera presente o llamara o llamara ella a alguien, un otro, para que el hilo de esa voz, o la del otro, cualquiera que fuese, la volviera a unir con la realidad a través del esfuerzo que esa realidad le demandaba. Por todo eso una vez conseguido ese estado de reposo que sólo una buena relajación otorga, asombrada se escuchó, de pronto, contando in decrescendo desde el número cien, como le habían enseñado hacía varios años. Fue así como sin poder explicarse jamás el por qué de dicho acontecer, Santa Clara se le presentó en pantalla como "la imagen deseada" pero a la vez y coincidentemente rechazada de la forma de ser que, sin vacilaciones, se suponía debía tratar de concretar en un futuro inmediato. Ochenta y cinco, ochenta y cuatro, ochenta y tres y Santa Clara seguía allí, interponiéndose entre sus esperanzas de dicha autorizada y la triste realidad que la aquejaba. Sesenta, cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, Santa Clara no se iba. Había salido del centro de la pantalla para ubicarse movediza a su lado alumbrando a pleno el pequeño ámbito con toda la magnitud de su esbelto cuerpo, prometido y no entregado a San Francisco -así quedó en la historia y para siempre- Con esa luz, Santa Clara derramaba, en especial, fulgores sobre las líneas marcadamente onduladas, reproducidas también por los espejos, correspondientes al todavía formidable cuerpo de Violeta, inmóvil. Treinta y ocho, treinta y siete, treinta y seis, Violeta entreabrió por un segundo sus ojos y allí, desafiante y segura Santa Clara persistía. Luces blancas, lilas, amarillas.. Luces como flores, flores como luces, como debía ser para que los objetivos deseados se cumplieran y pronto. ¡Apártate, Clara! se escuchó gritar. ¿No te das cuenta de que la luz tan pura que tu cuerpo irradia está sumiendo en sombras a la aurora? Quitándole potencia tal vez me sea posible hallar algún camino. ¿Que pretendés con tu presencia aquí? ¿Neutralizar la ambición de mi piel o aleccionarme? Jamás a Violeta se le hubiera ocurrido pedirle al destino justamente eso, el desapego con el cual vencer. Ni tampoco parecerse a ella. Esa Santa Clara, fulgurante ángel que le hablaba en lenguas y que ella, tal vez por milagro podía seguir. Veinte, diecinueve, dieciocho...Fue entonces cuando dejándose llevar, capturando en pleno vuelo la intención de su mensaje, Violeta comprendió. Siete, seis...Ensoñación...¡Alfa! Poseedora de la clave al fin y ubicada donde debía haber estado siempre, en ese exacto punto de convergencia del tiempo interno, impostergable, con el espacio infinito; entre la bruma del sueño y el consistente peso de la vigilia, Violeta se durmió en silencio y despertó más tarde, con Clara metida dentro de su corazón. Con Clara la mujer con mayúsculas, la que consiguiera dentro de la esfera ordenada y regida por los otros, entretejer la muralla protectora más perfecta. Una trama volátil, casi etérea con la cual consiguiera separarse del mundo, de su ruido y de la gente para tenerlo todo en el Dios, su Dios del amor al cual, en un primer momento le fue casi imposible poseer en éxtasis perfecto. Clara se valió de la luz para atraerlo. De esa luz que consiguió de aliada cuando, convenciéndola, logró que se apartara de sus ojos, apagándolos. Se valió de esa luz que le indicó el camino para llegar a El, señalándole con sombras los desvíos. Y el valor de la aurora, del ocaso y el de su propio deambular durante el tiempo que la tierra tarda en dar su vuelta diaria. Violeta supo entonces, con toda claridad que Dios se alojaría alguna vez en ella. En su interior, se dijo. Iluminado a impulsos de su propia fragua. Cuatro, tres, dos, uno. Terminada la cuenta regresiva el rostro inexpresivo de Violeta en la penumbra de esa jaula abierta y su cuerpo casi muerto, distendido sobre el lecho, hablaban por sí solos del terrible ejercicio y del esfuerzo. La realidad, como ocurría siempre después de una sesión, nuevamente se metió en su piel. Se sentía tan sola...¡Tan sola y desdichada! Se había propuesto ser hermosa. Poseedora de ese temible encanto que, de acuerdo a su criterio, sólo la belleza podía otorgar. Se había propuesto tantas cosas cuando apagó la luz desesperada por la soledad que la ausencia de él le provocara que olvidó, al comenzar a contar in decrescendo y presentársele Clara, el concreto proyecto que debía exponer en la pantalla. Que él volviera, imploró. O que la llamara. Que volviera pronto para volver a ocupar, junto a ella, su lugar en la cama. Violeta lo necesitaba tanto como Santa Clara a Dios. Lo necesitaba... porque su presencia le otorgaba esa sensación de placer y seguridad que sólo el amor y el convencimiento de la existencia de Dios pueden dar. Y porque la hacía sentir viva, así decía. Tal vez Dios viviera en él. Más exactamente dentro de él... Dentro de su propia carne. Seguramente, le contestó Violeta en voz alta a su pensamiento. Tan seguro y cierto como que el timbre sonó y al asomarse... ¡El estaba allí! ¡Había llegado. Para que la luna, desde su sitial, pudiera contemplarlo todo, la ventana blanca de su dormitorio, hacía días que esperaba abierta. La noche era verano, era quietud, era aire caliente, era retorno, era dicha, era amor... El varón de Violeta, se acostó con ella ocupando el lado derecho de la cama grande. Se besaron. Frotándose las piernas apartaron las sábanas de raso que los envolvía acariciando sus cuerpos perfumados. Transpiraron abrazados hasta que una ráfaga de fuego los invadió. Una leve llovizna de ceniza tibia, cayendo sobre ellos mientras recorrían sobrevolando las playas de azules mares, los deleitó. El espacio fue testigo del cenit de ese viaje. La ejercitación para el regreso a la eternidad se había consumado, en plenitud. Mañana, sin falta, Violeta convocará a Santa Clara. Habrá de hacerlo como si se tratara de un imperativo categórico. Entonces, en cuanto aparezca, le contará, con lujo de detalles lo que por fin, respecto de sus vidas, pudo llegar a descubrir: Que las trayectorias de los caminos que a destiempo ambas debieron recorrer, tuvieron, sin embargo y a pesar de todo, un punto esencial de coincidencia, el del "cenit del éxtasis", ubicado a igual distancia de cada una de ellas y a una misma altura. En la exacta intersección de las dos líneas que conforman, aunque invertidos, los dos conos cromáticos opuestos: el de la luz y el de la sombra. Le dirá también que esa formidable inclinación que equilibraba las opuestas tendencias de sus almas fue la que, precisamente, terminó por hermanarlas en el amor; en su singular manera de expresarlo. Porque cuando con la luz de su cuarto encendida y su cuerpo apagado lograba Santa Clara, llegar al cenit del éxtasis poseyendo a su Dios -su amor por un instante- el espacio exterior, cercano a ella, se iluminaba, justificándolo todo. Más, cuando con la luz de su cuarto apagada y su cuerpo encendido lograba Violeta llegar al cenit del éxtasis, poseyendo a su amor -su Dios por un instante- el espacio exterior, cercano a ella, también se iluminaba, justificándolo todo. Mañana, a esta misma hora, ya Violeta, le habrá contado a Santa Clara, todo. FIN