domingo, 9 de octubre de 2016

Título: Crónica breve aunque detallada del peligro corrido por los fulgurantes rojos de Gauguin, en aquellas interminables horas. (Cuento)



Primera Parte:
Armó su cigarrillo casi con parsimonia, lo acercó a sus labios y con la punta de su lengua empapada en saliva, tímidamente asomada fuera de su boca, mojo el borde del papel en donde un hilo de pegamento esperaba el acople para cumplir con su cometido: otorgar placer a quien, traspasando los límites, osara encenderlo. Todo, en ese momento, tendía a lo definitivo. Sin embargo, Paul se quedó con el gesto a medias: el cigarrillo apretado entre los dientes mientras la caja de cerillas tardaba en llegar a la otra mano, la que facilitaría su apertura. El humo dentro, pensó, es como el aroma de una mujer joven, cualquier mujer. Allí se expande llegando al alma, siempre. Lugar en donde sin detenerse e invadiéndolo todo, prometiendo placer a manos llenas presagia el goce. ­¡Que más pedir! ¿Y a quién pedir? ¿Pedir a un cigarrillo que se exprese y nos facilite la justificación de su existencia atada a uno y de nuestra recurrente voluntad envilecida puesta al servicio de su construcción en esa búsqueda insistente, por lo insaciable, sólo concebida para terminar fatalmente en destrucción inspirada? ¿Pedir a una mujer que se exprese, cualquiera sea ésta pero joven siempre, cuyo perfume, si se quiere, o cuyo olor, da lo mismo, nos penetra hasta atribularnos? ¿O que, de alguna manera, ésta nos facilite la explicación no sólo de su existencia allí, en el lugar donde se encuentra, pegada siempre a uno, como aquí sucede ahora, sino también del por qué de nuestra insistente voluntad por poseerla, pese a todo cuanto de adverso nos rodee? ¿O acaso pedirle, a esta mujer, que sea lógica? ¿Que sus actitudes o proyectos no se contradigan con los hechos? ¿O que utilice la razón para salvarse y así salvarnos juntos, por la verdad, a través del esfuerzo mental? ¿Y todo eso para que la toma de conciencia respecto de sus valores, sus valores espirituales que son los que hacen falta, dé por resultado que los valores de ella, se asemejen a los nuestros, a los de todos los hombres, para poder vivir juntos en paz? ¿Por qué pedirle, entonces, especialmente cuando sabemos bien que no compartiremos con ella nada más que una cama y sólo unos cuantos, por no decir unos pocos, días de nuestra vida? ¿Para qué? ¿Para qué pedir peras al olmo? Paul, hundido y abismado como estaba en esa posición de inmovilidad intrascendente y comprometida, se mantuvo en ella aún por unos segundos más, mirando un punto, sólo un punto,  en el colosal espacio de esa habitación, la suya, ahora tan pálidamente iluminada por la luna llena como para hacer creer que todos los colores de los innumerables cuadros allí reunidos con fines varios, huyendo aterrorizados de sus habituales sitios a causa de una explosión o algo por el estilo, se dispersaron desapareciendo, vaporizados, tal vez. Todo ello, mientras su nuca percibía el calor de una mirada furiosa, la de Annah Martin, su modelo y amante además. Ambas funciones, sí, como le había sucedido ya con otras, desde que la misma profecía, dictada por la misma voz y con las mismas palabras, dirigidas particularmente a su oído, lo instara, en forma categórica, a pintar el mundo según su creativo ingenio. Decisión ésta que lo llevara, a partir de allí, a tratar de convencer, a cuanta "modelo viva" arribara a su atelier, respecto del valor a otorgar a las bondades del hecho de quedar, infinita y definitivamente plasmada, con su imagen, en una obra artística pictórica cuya misteriosa esencialidad estaba llamada, desde su génesis, a representar por siglos el atractivo encanto de un hechizo captado, al instante, por el delirante espíritu de su indiscutible creador. Y éso, a su entender, tenía que tener un altísimo precio: el del compartir, con él, al menos, la búsqueda sensual del cenit, en la voluptuosa ejercitación terrenal del vuelo hacia la eternidad prometida. Y.. al respecto y según su estilo, sólo las mujeres eran las especialistas instintivas en ese tipo de ejercitación. ¿Para qué pedirles otra cosa?
El odio, tanto como la mirada o el tiro por la espalda, también quema, solía decirle Vincent, con esa voz casi inaudible, que tenía, recordó. !Cuidate, no descuides tu caracter, respetá , al menos su dignidad! prosiguió diciendo aquel día su amigo, tal vez con otras palabras. Su amigo... su amigo hasta que dejó de serlo. -No la denigres, agregó. -Acepto que te ponga nervioso su ignorancia, su brutalidad casi ingeniosa, pero...creo que no deberías vengarte de sus reacciones pintándola con facciones tan extrañas. Trata de hacer un esfuerzo por comprenderla... Todo cambiará  entre los dos. Y levantando el lienzo que cubría el último cuadro con la imagen de cuerpo entero de ella, desnudo sin terminar, concluyó: -Por favor Paul, arreglala un poco, ella no es tan fea! Te es útil y te acompaña. ¿Que más pedirle? No la menosprecies. No la trates como si dudaras de su humanidad. -Pero no. Absolutamente. Te aseguro, amigo mío, que no es así. Más, estoy convencido de que es un ser humano. -¿Aunque haya nacido entre los pájaros? -Si Vincent, aunque haya nacido entre los pájaros, como ciertamente lo hizo; en ese mágico lugar, donde estuvimos; de cielos rojos, árboles azules y mujeres-flores. Todas  estambres, talles desnudos, pistilos y huecos gelatinosos con fragancia de hierbas... ­¡Ay! ¿Cómo hacer para evitar la nostalgia?.. Había entrecerrado los ojos cuando dejándose llevar, el eco de la última frase de Vincent le llegó inconfundible. -¿No será  que la nostalgia es la que te mantiene al lado de ella?



El espejo captó las dos imágenes, introduciéndolas dentro suyo, suspendidas por un
 instante en su centro con nítida resolución: la de él encendiendo, por fin, su cigarrillo y la de ella quitando de esa nuca ajena su abrasaste mirada -mezcla promiscua de impotencia con mortificación-  bajando lentamente los párpados como temiendo hacer con ellos ruido y aún más, evitando de ese modo la fogata que sus ojos habrían de provocar. ­¡Imágenes! Imágenes mostrándose desde estados de  ánimo dispares, recelosos, temerosos de reacciones perjudiciales irreversibles, sin regreso ni vueltas hacia atrás. Movidas por resentimientos enfrentados. Mostrándose en franca lucha anímica, una contra la otra. Imágenes casi neutralizadas ahora. Las que no podían llegar a ellos a través de sus ojos sino borroneadas, debido a la desconfianza imperante y al alcohol, el que ingerido ese día tal vez en exceso habría hecho las veces de filtro. Pero éso, Paul, no lo llegó a saber nunca, acaso porque las únicas imágenes que a él le preocupaban eran las que salían de sus pinceles.
Mientras en el interior de la casa todo eso iba sucediendo, el silencio, aletargándolos, como últimamente venía haciéndolo, se empeñaba en ubicar a cada uno en su propia dimensión.
Afuera, por el contrario, el leve murmullo con que la naturaleza toda se iba renovando, se escuchaba con nitidez. Las golondrinas, ciertamente, ya se habían instalado en la ciudad. La vegetación reverdecía a la vera de todos los caminos de acceso a esa casa ubicada sobre la rue Vercingétorix, umbría y fragante. Al cabo de un rato, con paso muy lento, fue acercándose a la entrada un hombre sin rostro, sin rasgos ni prisa, quien al conseguir divisarlos a través de los vidrios un poco empañados del gran ventanal, pulsó el bronce de la manecilla.  Pero, por la hora que el reloj anunciaba, desde el negro torreón de la vieja iglesia que tenía enfrente, intuyendo la inoportunidad de su visita, sin esperar respuesta ni hacer nada más que pasar una esquela firmada por debajo de la puerta, se alejó, perdiéndose en la niebla vaporosa de esa noche lunar, de franca y definida blancura apacible. Se llamaba Cezanne ese hombre. Paul lo supo al día siguiente.

Segunda Parte
Por la mañana, luego de dormir, Paul, fuertemente abrazado a esa mujer que tanto lo perturbara en el inicio de la relación hoy a punto de quebrarse, abriendo las ventanas de par en par -como lo venía haciendo desde tiempo atrás todos los domingos a la misma hora- pudo escuchar el Evangelio del calendario litúrgico de ese día que, desde el púlpito de la Iglesia Jesús Iluminado ubicada enfrente de su casa dirigía el padre Horacio a sus feligreses. Gente demasiado común para ser común, pensó. No como él, que se adaptaba a todo, siempre impulsado por el recuerdo del Quijote que pontificaba: "donde fueres haz lo que vieres". Sí, se dijo desperezándose lentamente, es evidente que los comunes a los cuales iba dedicada la homilía no eran como él. Pero sí como Annah Martin, pensó, la mujer que dormía a su lado, muy a pesar suyo, y que era también como todos sus vecinos extranjeros y comunes, especialmente los latinoamericanos, los que por no saber hablar bien el francés y menos aún escribirlo debían trabajar el día entero con sus propias manos o toda la fuerza de sus cuerpos, resignándose a repetir, velozmente, frases hechas, cuyo significado sólo intuían, sin saber dónde cortarlas para poder respirar y terminar de alguna manera la idea iniciada cuando era necesario hacerlo. Los llamados comunes eran, en fin, los que escuchaban la misa del domingo o del sábado a la tarde en cualquier idioma porque con el francés no se llevaban bien y se perdían y con los otros idiomas también. El viento, ahora, le traía esa voz inconfundible, y la sensación de estar dentro del templo -no en la cama, todavía- lo hizo sonreír. "Hoy, más que nunca antes, es necesario saber, conocer... comprender", vociferaba. "Entender, entrar en relación directa con la esencia sagrada de cada cosa, que es lo mismo que decir: con su fin último e inobviable", agregó, para continuar enseguida: "Y habremos de saber como se debe, tanto sobre las cosas como sobre los hechos que las generan, solamente prestándoles un poco más de atención. Activando nuestra conciencia para que ésta logre enfocar con su haz de luz directa cada día una superficie mayor, de la que se pretenda dominar investigando poco a poco". No creo que Annah sepa ésto por haberlo leído en alguna Biblia, no. Lo sabe sólo por intuición, por instinto... por ser mujer, por llevarlo adentro. Ella me mira, me mira siempre. Me estudia, me investiga y me fastidia tanto que termino con ganas de matarla, como anoche. Por ahora sólo me vengo buscando la forma de evadirme, desconectándome de ella, tomando ajenjo o lo que venga y pintándola fea, lo más fea posible. Pintándola como imagino que es, naturalmente; por ejemplo: sin depilar. Por eso lo de los bigotes, las cejas unidas y las piernas y brazos velludos. Ella no puede pedirme explicaciones porque no accede a mis obras mientras yo no las dé por terminadas. Dice que soy déspota. Tal vez lo sea, no sé pero últimamente la percibo resentida. Más que nunca resentida. "Las tinieblas, habitáculo de la ignorancia, al clarificarse ayudada por la conciencia de cada uno de nosotros, dará  lugar a la puesta en marcha del conocimiento el cual traducido y duplicado en testimonio preciso, indubitable, desactivará  la posibilidad de generar malentendidos, polémicas, resentimientos, odios, guerras, batallas, combates, exterminios,  crímenes, terrorismo aislado o sistematizado..."
El padre Horacio es un hombre muy joven, pensó, en consecuencia demasiado puro para los tiempos que corren. Parecía hallarse poseído, ya que en ese estado, cuasi profético, las palabras brotaban de su boca con la convicción de factibilidad propia de un demente. Seguro, además, de su indiscutible liderazgo pastoral, pese al problema generado por el cosmopolitismo idiomático. Eso sí que es un lío ­¡por Dios! se dijo por lo bajo, casi sin pronunciar palabra, mirando la hora en el reloj despertador, cuya tenue luz interior le devolvía su cínica sonrisa iluminándola. "Salgan y sean luz", decía  el padre Horacio, mientras la gente haciéndole coro contestaba: "amén", como en un murmullo. "Las consignas religiosas así lo piden.  Den testimonio de la verdad del hecho generado manteniéndolo fulgurante con el aporte de la luz de cada uno, para que la fe, transformada en certidumbre, nos permita, siempre, dormir en paz. Sabiendo, además, que al clarificar una situación circunstancial; al desenredar desentrañando hechos concatenados e íntimamente relacionados; al respondernos explicando lo hasta ese momento confuso, por falta de transparencia o luminosidad o lo mantenido guardado, encerrado y sustraído a la mínima porción de claridad posible, en alguna medida nos hará  desembocar en la positiva tranquilidad anhelada, imprescindible para la vida plena, desarrollada en libertad, sin temores ni angustias, indicadores, ambos, de la existencia de dudas, al respecto. Producto, justamente, de la ignorancia de la gente". Todo venía muy bien al tema. Nos venía muy bien, pero... la verdad es que me perdí¡ ¿De qué estará  hablando ahora, este hombre? Annah no se despertaba. Atinó sólo a darse vuelta y acurrucarse,  destapándose toda,  mientras las graves palabras del padre Horacio y los amenes de su gente zumbaban como moscas a su alrededor, más exactamente como abejas o avispas, que son más grandes y ruidosas. El camisón le había quedado arrollado entre sus pies y sus pezones, de allí que sus pechos, absolutamente libres de ropa, relucían como dos rosas negras, lustrosas. Y fue entonces, en ese momento cuando logró ver sobre esa intimidad de terciopelo oscuro una cantidad de vello incipiente que pugnaba por crecer, justamente allí. ¿Allí también? se preguntó angustiado. ¿Annah tendría miedo, acaso, de que el convenio tácito existente entre los dos, el que había facilitado la vida en común, cama en medio, terminara por mala transcripción o mala traducción de sus grandes dotes físicas? No, definitivamente no. Ella sabía demasiado bien que aunque la pintara un poco abestiada no por eso dejaría de aflorar desde el lienzo,  cultivado a mano por él, la obra de arte propuesta compulsivamente y obtenida, siempre, con algún derramamiento doloroso de sangre o de lágrimas. ¿O temía sólo a la posibilidad de ser estafada? Nadie debe olvidar que ella fue la que se atrevió, aventurándose. Llegar a convertirse en su modelo viva, aún al costo de tener que dormir con el artista con el fin, utilitario, eso sí de quedar pintada desnuda, para la posteridad y en toda su hermosura le pareció tan increíblemente grandioso que olvidó convenir las cláusulas restantes: buen trato, respeto y por sobre todo nada de alcohol con láudano, al menos en su presencia. Sin embargo... No, no era así la cosa. Algo había dejado de funcionar. En toda cuestión siempre hay alguien que la pasa peor. ¿Era él el que se había constituido en víctima? ¿Y por qué? ¿Adónde habían ido a parar sus rutilantes ideas? No muy lejos, por cierto...
Annah y la mona, se dijo luego Paul saltando de la cama para empezar el día, empequeñeciendo al instante sus ojos hasta entrecerrarlos casi, mientras con una de sus manos se alisaba muy despacio el reluciente y espeso bigote endurecido con tragacanto, gesto que siempre hacía cuando se permitía el lujo de disfrutar la puesta en marcha de su tren pleno de irónica actitud. Cosa que, viviendo bajo la continua influencia de Annah, le estaba sucediendo cada vez con mayor frecuencia. ¿De qué manera sino con cinismo o humor  ácido puede uno contrarrestar los sucesos adversos? Lo ignoraba. Tampoco era el caso de soportar todo lo que de ella viniera, sólo por temor a una posible represalia. De los exagerados y ordinarios desplantes repetidos, uno, el que constituía su única distracción y que consistía en mostrarse ante cualquiera tal cual era, ni hablar. Y algo peor aún, tal vez la imposición de tener que soportar sus interminables silencios melancólicos cuando se le ocurre oficiar de criteriosa. Pero ­¡por favor!
Ahora, la pregunta que venía marchando no se hizo esperar: ¿Concretaría él, algún día, lo elaborado minuciosamente en esos arranques de humor  ácido? Quizás ... se dijo. Entonces...¿por qué no poner ya, manos a la obra y transformar en grotesco al que constituía, por el momento, su ultimo cuadro; el guardado bajo estricta llave, por encontrarse aún sin terminar?
De inmediato, para poder concretar el paso de esa idea a una en acción, cambió de actitud. Inmóvil entre el baño y la cocina, su bigote estático trepado a una fina sonrisa alargada y firme bajo su nariz de  águila perdida, consiguió enmarcar por el sur, la búsqueda de coherencia. Pero fueron sus grandes ojos negros, bien abiertos, moviéndose dialécticamente entre el este y el oeste los que definieron allí el rumbo .
El imponente recuadro central abarcador de la imagen entera del escultural cuerpo desnudo de ella, contrastando con la velluda fealdad resaltada de su cara,  de sus piernas y de sus brazos -producto genuino de uno de los tantos episodios de pelea y discusión-  fue primero rescatado del olvido, memoria en medio, desde el fondo del abismo en donde se encontraba emitiendo extrañas señales captadoras de atención. Y luego, sólo después de unos pocos minutos, del galpón de las pinturas en espera, su atelier, en donde, recostado contra la pared en la más terrible oscuridad, esperaba ser terminado algún día. ¿Dónde colocar la mona ahora? Se preguntó preocupado, clavándole al cuadro, frontalmente, su mirada... ¿Dónde ponerla? volvió a repetir. ¿Dónde?
Para que la comparación surja inconcientemente, la habré‚ de colocar junto a sus piernas y tomada suavemente de la mano... Para que ella misma se convenza pronto de que con Paul, con este Paul, no se juega. Para que se convenza de que a Paul Gauguin no se le grita nunca, en ninguna oportunidad. Ni se lo insulta, por más borracho que esté.  Y menos delante de los hombres malos del puerto, lugar bello y misterioso, ubicado junto al mar, al que siempre vamos y donde seguramente volveremos, pese a los empujones y tironeos que a veces uno debe soportar por atreverse a transitar el mundo. Y para que aprenda de una buena vez, le pintaré también los pelos que hoy le he visto crecer en sus pezones.

Tercera Parte
Un cigarrillo crispado entre sus dedos rústicos,  ásperos, con vestigios de pintura extraída con lija y aguarrás. Un largo silencio vibrante,  ininterrumpido, sin salida a la luz ni posibilidades de entrada al aire libre. Sin trayectoria siquiera. Interminable, infinito... densamente encajonado. Imposible ya de soportar. Y la mirada, fija en esa puerta cerrada, tal como si estuviera soportando el peso de un olvido abandonado y a tanta distancia del encuentro de su posible memoria, como para tornar ilusoria cualquier idea de retorno. Esa era su actual realidad. Su propia imagen instantánea, luego de concluido el día del gran escándalo ajenjoso que terminara para ambos en la Sala de Guardia del Hospital Sacre Coeur, con Annah fuertemente golpeada en el rostro por sus propios puños, por haber osado clavarle no sólo las uñas en sus cuidadas
mejillas sino también reiteradamente y con saña, sus filosos dientes en la blanda carne  de sus hombros, marcando luego su espalda magra. Día que terminara, entonces, más allá  del dolor y del oprobio, con la sangre de ambos encharcada en el piso empedrado de ese puerto de marineros fracasados, marginales y provocadores  tristes; tan instigador de búsquedas y de encuentros anunciadores de goces y emociones fuertes como amado por él hasta el delirio. Todo, a esa altura, parecía terminado. Annah yéndose para siempre, llevando con ella cuanto ahí tenía y destruyendo a su paso todo cuanto queriendo pudo. Entonces... lloró. Lloró, no por miedo a lo que el futuro proveyera de allí en más, sensación que consideraba, por demasiado conocida, ya enteramente superada. Lloró por impotencia. Frente al mal que ya a estas horas, Annah pudiera haberle hecho y que, de existir, encontraría irreversiblemente consumado ni bien flanqueara esa puerta cerrada, la que frente a él aún así mantenía como único recurso disponible amparador de su estática esperanza momentánea.
Luego de fumado el cigarrillo, exactamente hasta la inhalación de la última pitada posible, con las manos cubriéndose la cara lastimada, sin animarse a dar un paso para que la sensación que lo estaba invadiendo no se desvaneciera, Paul lloró mucho, recordando las cosas de sus vidas en común. Tanto como sólo un hombre sensible, un artista genuino, podía hacerlo,  Y mientras lo hacía revivió a esa mujer, su modelo viva, llegando a su vida, sensual e insinuante, ataviada con un trozo mínimo de tela fluorescente color púrpura, de la mano de la cantante madame Nina Parck. Ella era su doncella pero cuando su amigo Vollard, adelantándose, se la presentó en La Opera sólo pronunció su nombre acercándole los mínimos indicios de su misterioso lugar de origen. Lo hizo como si Annah Martin hubiera sido una verdadera princesa indígena del Caribe, tierra americana demasiado conocida por él: brutal, tórrida e insoportablemente húmeda, se dijo ese día, inhalando con voluptuosidad, sin que nadie lo notara, el exótico perfume que todo su cuerpo al moverse exhalaba. Lo demás fue historia por demás conocida. Lo acompañó a Pont Avent Concarneau donde fueron felices como en tantos lugares. Muy felices... hasta que dejaron de serlo...
Cuando pasado un largo rato en silencio pudo conseguir, recién allí, despejarse un poco, logró entonces tomar conciencia de que esa puerta cerrada, la del galpón de las pinturas en espera -su atelier justamente- no lo estaba tanto ya que Paul Cezanne podría haberla abierto. Se acordó, en efecto, que su amigo, al encontrarlo en el minúsculo y oscuro bar Metropol del Embarcadero ubicado frente al puertito endemoniadamente colorido de la vuelta de La Rochel, algo relacionado con las llaves y la inseguridad del atelier le había dicho, agregando: "Habiendo podido hacerlo no me atreví a mirar, tal vez, para no cargar con la obligación de ser el portador de la mala noticia... En cuanto a las llaves que aquí, en este instante, solemnemente te entrego, estaban puestas en las cerraduras. Ella destruyó cuanto encontró a su paso. Espero que no haya hecho lo peor.
¡Santo Dios! ... ¡Los cuadros! gritó desesperado. Su atelier con pretensión de caja fuerte, a juzgar por el valor asignado a ese tesoro encerrado allí,  escondido y preservado siempre hasta el deliro con candado y cerrojo de tres vueltas. Paul Gauguin apretó entre sus dedos, calladamente, las llaves que Annah, en forma grosera, tirara a la cara de su amigo Cezanne cuando, tras las rejas del portal de entrada, éste se le apareció justo en el instante de producirse su apresurada huida; "acarreando, sin cuidado, entre sus brazos, toda su ropa, tras haber destruido cuanto encontró a su paso".
Así, de esta manera le explicó lo sucedido. La referencia, que terminó siendo minuciosa y detallada en su momento, al recordarla precisamente ahora  -encontrándose, como se encontraba, otra vez instalado en callada soledad- le sirvió de cortina sonora de fondo a su voluntaria tardía constatación. Fue así como resignado y dispuesto ya a encontrar lo que fuere; retirando fácilmente los candados que pendían cerrados pero sin cerrar nada;  empujando luego hacia abajo y con fuerza el picaporte, cuya docilidad no se hizo esperar, al encender el farol interno, sintió cómo los colores en concierto comenzaban a interpretar para él, como nunca antes lo habían hecho, su mejor sinfonía. Todo estaba en orden, allí. Su mundo de formas, figuras, matices cromáticos, luces y sombras, se dejaba ver y hasta escuchar deliciosamente armonizado. "Annah Martin y la mona Taoa" lo observaban fijamente desde sus lugares. Ambas, ubicadas dentro del encuadre misterioso generado a partir de su inquietante dimensión, parecían sonreírle. Ya no le quedaban dudas: Annah Martin había pasado por su vida "benignamente". Paul, entonces, acariciándose con extrema suavidad su oscuro y espeso bigote pegoteado, sonrió. Sonrió estirando apretada y nerviosamente, por el lado sur de su cara, sus contorneados labios, dibujados bajo esa nariz de  águila perdida que tenía. Sonrió, moviendo con parsimoniosa lentitud sus grandes ojos negros, nuevamente en dialéctica trayectoria unificadora de los rumbos este y oeste. Y lo hizo, esta vez, hasta hacerlos desaparecer transformados, cada uno, en brevísima línea oscura, al cerrarlos por completo. Paul Gauguin así, con su pueril manera de ver las cosas, volvió a sonreír y esta vez, casi que podría agregar: "benignamente".
                                                                                                                                         Amanda Patarca

                                                                   FIN

viernes, 7 de octubre de 2016

Ensayo: El prójimo. VOLTAIRE, el Cándido y la idea acerca del mundo que habitamos.


“Por haber sido creado por Dios, este es el mejor mundo posible”. Esta frase  sintetiza la conclusión a la que llegaron Cándido, el protagonista, y su amigo, el filósofo Panglóss, dos personajes de Voltaire, que viven en las páginas de su libro: “Cándido (o el optimismo)”. Frases absolutamente opuestas a la que arribaran muchos de los otros personajes del mismo libro, sobre el cual Voltaire se encargó de depositar buena parte de su ironía y hasta de su sarcasmo.
El traductor,  de ese libro (Ediciones Negro Siglo S.A. 1994), el Dr. Ralph, y Amparo Azcona, la prologuista del mismo, llegan, por vía interpretativa, también utilizando términos de tenor comparativo, a otra frase referida a las bondades de este mundo: “Este mundo,  -dicen, acompañando el pensar de Cándido y su amigo - es el más perfecto de todos los mundos que se puedan concebir”. O sea: posibles de concepción, término emparentado con la palabra “concepto” (de naturaleza  y contenido abstracto). Pero… Aquí deberíamos prestar mucha atención, teniendo en cuenta, sin olvidarnos, que estamos hablando del mundo; del mundo nuestro; del creado por Dios. Y que haciendo alusión a la existencia de otros mundos posibles de concepción, tanto el autor referido, por medio de sus personajes optimistas, como su traductor y su prologuista, coinciden en la conclusión al afirmar que este mundo  es el mejor de los mundos posibles o, dicho de otra forma, el más perfecto de todos los que se puedan concebir.
Esto que parece una afirmación tan verídica, no lo es. Y merece una explicación por cuanto no todos  los hombres  le reconocen  bondades  a este mundo y menos, la perfección.
Sin embargo, prestándole a este asunto la atención, requerida arriba, podríamos afirmar que  DIOS eligió uno y con ese se quedó otorgándole concreción. Dicho de otro modo Dios concibió lo que haya concebido, eligió y creó la Naturaleza, toda.
Eso así, suponiendo que Dios, de lo concebido por Él, eligió lo que consideró, a sabiendas, lo mejor. Y así lo hizo, porque  Dios también sabía que lo mejor se conforma realizándose a partir de un devenir de hechos; y que los hechos se van concretando en porciones continuas dentro de las cuales toman parte el espacio y el tiempo, pero que, éstos y todos los hechos, suceden a partir de comenzada la acción que es movimiento, ya que la Naturaleza, que fue estática en su estadio inicial, transformó su estatismo cuando Dios, su creador, quiso que se transformara en móvil, produciendo la acción continuada, de manera equilibrada,  como consecuencia  de su energía  dominante, y de la puesta en marcha de su Poder Completo u Omnímodo. Y aunque el hombre, está comprobado, apareció sobre la tierra luego,  fue el mismo Dios el que consideró, para sí, que todo eso que estaba ocurriendo, en una etapa previa a la aparición del hombre, andaba bien porque era bueno (ni mejor, ni peor, ni perfecto). Y estaba bien, sin lugar a dudas. Todo le fue pareciendo bueno a Dios, porque la Naturaleza, a esa altura, mientras desarrollaba ese capítulo, ya se encontraba generando sus intrínsecas energías para que sus propias leyes se cumplieran, eternamente, de manera inexorable.


Ahora bien, habiendo Voltaire (hombre) concebido varios mundos posibles, según la formulación pergeñada por algunos de los personajes existentes dentro de las páginas de la obra citada, podríamos agregar, aquí, que éste, el mundo habitado por nosotros; el concretado, definitivamente, por Dios, luego de haber concebido o no, varios,  justamente por haber sido concretado por Dios, es perfecto, como lo es Él.
Pero, este mundo, el que desde el inicio de los tiempos comenzó a funcionar, sin lugar a dudas por el agregado, evidente, de la acción efectuado por Dios, dentro de la Naturaleza  (por Él y en Ella), culminó su periplo creacional de perfección previa, cuando entrando el ser humano en ella, perfecto, en cuando a lo concerniente a su propia naturaleza inicial, comenzó su accionar, haciendo uso de su libre albedrío; o, dicho de otro modo: libre albedrío, en medio.  

Es allí, entonces, en ese instante inicial de la entrada del hombre a ese espacio jamás ocupado por ser humano alguno, donde y cuando la acción consecuente del hombre, (no del todo correcta) dentro de la Naturaleza (perfecta en su equilibrio y en sí misma) demostró, haciéndonos comprender, al mismo tiempo, que, antes de esa entrada, a Dios, no interesándole las comparaciones, tampoco se preocupó, dentro de esa porción de historia, de tomar como concepto o prototipo ideológico lo que el hombre, pasados los años, pudo reconocer accediendo al significado de las palabras mejor o peor; correcto o incorrecto; verdadero o falso.
Esas palabras surgieron  y comenzaron a tomar relevancia cuando el hombre, iniciando su trayectoria vital comenzó a hacerse sentir actuando. Y sus actos con el paso del tiempo, fueron demostrando que no eran del todo correctos, a juzgar por los efectos. Los errores que dieron como resultado perjuicios, según el parecer de muchos, superaron, con creces, los aciertos, generadores de beneficios, satisfacción y alegría. Pero a la explicación de la necesaria generación de las palabras referidas: mejor; peor; correcto; incorrecto; verdadero y falso, recién se llega, al detectarse, la entrada del prójimo a la vida de todo hombre. Prójimo, recibido como amigable, en su inicio y aceptado luego no sólo como neutral espejo, sino, además, como factor provocador y constituyente de los resortes generadores de caracteres, los que, a su vez, dieron, dan y seguirán dando paso a actitudes trascendentes de efectos transitivos o intercambiables, o, simplemente intrascendentes. La aparición de ese prójimo fue lo que le permitió, a ese ser humano, aislado y solitario, inquietarse por variadas cuestiones. Porque, en ese preciso punto de ubicación (lugar), del coincidente preciso instante (tiempo), concerniente a ese primer encuentro (y los sucesivos  que habrían de seguirle, en adelante, concretados por la humanidad, hasta nuestros días) se le otorgó, al hombre, indistintamente uno u otro, (el llamado prójimo) la oportunidad  de  detectar  el génesis preparatorio del nacimiento o, simplemente, de la entrada a su cuerpo del numen vigoroso de su propia alma. Y, así, (desde ese punto: tiempo y lugar de encuentro) acceder a la posibilidad de elaborar en su interior pero de manera inconsciente, la primigenia sensación, que daría lugar al sentimiento también primigenio, concebido abstractamente (sin modificación material o corporal) para, luego, manifestarlo de manera interactiva. Todo eso, a partir de la trascendente aparición enfrentada o de la entrada al conocimiento  de alguien, de la cercana existencia de un otro.
Es que el ser humano sólo se completa,  en cuerpo y alma, dentro de la Naturaleza, lugar donde desarrolla su hábitat, con la figura del prójimo, otro ser humano igual en dignidad y grandeza. Sin él se mantendría alejado, completamente, de la humana, racional y lógica valoración por comparación, que es la importante;  esa facultad que exige la existencia de dos factores, los cuales y a su vez, exigen el análisis interrelacionado para que trasciendan  los sentimientos, pasiones y actitudes, de ser humano, a ser humano y de éstos a los demás. Cosa que ocurrió, desde el inicio de los tiempos; dentro de los cuales  los prójimos se fueron multiplicando.

Relación de ideas. Comparación: Una cosa es: Dios disponiendo, solo, de la Naturaleza, ya creada, movilizándola a su antojo, como consecuencia del uso de la fuerza de su poder, de hacer y deshacer; otra cosa es: un hombre, solo en el mundo, valorando la belleza de una rosa o comparando dos rosas, respecto de la magnitud de sus fragantes esencias temporales y otra, muy distinta a las anteriores:  Un ser humano frente a otro ser humano expresándose para valorar, cada uno según su criterio, esas rosas y también las acciones de ambos entre sí o de cada uno de ellos respecto a lo vivido, en relación con el todo (incluidas en ese todo las rosas) y/o con la intromisión de ciertas circunstancias, parciales. Valoración, ésta, la referida en tercer término, generada natural, espontanea o  inducida, a veces. Fruto de temperamentos dispares o similares y/o caracteres y circunstancias existenciales parecidas o diversas.
Es en ese estado, el correspondiente al accionar humano, donde afloran las virtudes del alma o sus vicios. Virtudes y vicios generadores de armonía, alegría, felicidad o discusiones, reyertas y guerras, tristezas e infelicidad… dentro de las cuales las pasiones hacen su aparición, para aportar a protagonistas o simples espectadores, testigos o mártires iniciadores de la cofradía de los suplicantes,  motivos suficientes de valoración para llegar a ciertas conclusiones, las que a su vez serán valorados por los circunstanciales analizadores de todos los tiempos.
El prójimo, por constituirse en referente, al dar sentido a la vida del hombre, le permite, a éste, comparándolo en su accionar, afirmarse en sí mismo; en su individualidad,  dando nacimiento a lo que el mundo entero llama personalidad (el ser persona humana; ser solo propio del hombre).

Un animal, en ciertas circunstancias, puede llegar a constituirse en seudo Prójimo.


                                                                                                              Amanda Patarca.

jueves, 6 de octubre de 2016

SANTA TERESA DE ÁVILA Y LA LUZ DE SUS TEXTOS LITERARIOS, PROVENIENTE DESDE EL FONDO DE LA NOCHE MEDIEVAL. Autora: Amanda Patarca.

Misteriosa y aunque a veces extrañamente oscura, hoy, a través de los quinientos un año  pasados desde su nacimiento ocurrido el 28 de marzo de 1515, la percibimos inundada de luz proveniente del fondo de la noche medieval inquisidora. Hablaremos de ella, de Teresa, de “Santa Teresa de Jesús de Ávila”. La que dejó como legado ejemplificador la completa y acabada fórmula para conseguir el entendimiento y la comprensión de la cuestionada contradicción cuerpo/alma en su síntesis unificadora. Por eso, su belleza indescriptible, hoy idealizada en su abstracción, quedó intacta como para que sus novicias y monjas, amantes de la perfección, de todas las edades y de todos los tiempos pudieran, convencidas, depositar, por siempre y con confianza, sobre su regazo amoroso, sus sensuales representaciones figurativas y más aún, todos sus anhelos, inquietudes, frustraciones, desasosiegos y caídas (algunas abismales, debidas a su juventud). Todo lo aquí referido fue y ciertamente sigue siendo el resultado del atractivo encanto de la vida mística, irresistible y de cumplimiento perpetuo para muchos. 
Teresa fue sumisa respecto de Él su creador, dueño y arquitecto de su destino, no sumisa respecto de los que decían tener poder de interpretarlo, de allí su valentía.
Su vida fue rigurosamente redactada por ella misma para que sus lectores, funcionarios eclesiásticos cercanos de alto rango, hermanas monjas de sus conventos y amigos, gente allegada a ella por distintos motivos, gozaran de esa entrega literaria minuciosa para regocijo de todos ya que sus sensaciones, emociones y éxtasis sorpresivos provocados por Dios al entrar, como Espíritu, en su alma permitían a sus sorprendidos seguidores convencerse de que su misticismo provenía desde su interior, en donde en medio de su alma había instalado Éste su morada, siendo de público y notorio que su existencia y la de todos se desarrollaba de manera asombrosa en medio de los crueles acontecimiento que marcaron su época, la medioeval como la más colmada de terrorífica injusticia.
Fueron muchos los cristianos católicos de Roma que se fueron uniendo a su causa. Y si bien con la literatura mitigaba sus tiempos de duda y zozobra éstos eran motivados por la existencia de sus detractores que fueron muchos pero no los suficientes como para neutralizar su voluntad férrea y su ímpetu avasallador e inquebrantable, puestos al servicio de sus innumerables objetivos.
Cuando el miedo al futuro la paralizaba, su celda le servía de refugio hasta que su orar constante le devolvía la gracia de dialogar con Dios, de manera directa. Por esa causa, luego de sus reclusiones, en las cuales no faltaban ni las flagelaciones ni los sacrificios mortificantes, ante los ojos de todos, retornaba a la vida monacal comunitaria completamente renovada. Sus novicias y monjas, convencidas de lo que veían, escuchaban y leían en las páginas de sus libros, trataban de imitarla en todo cuanto podían. Y eso sucedía siempre, como cosa diaria y natural en los tiempos en que Teresa se disponía a fundar y organizar un Monasterio más dentro de los dieciocho que en España llegó a concretar en sus períodos de clarividencia obsesiva, liberada ya, de la magia arrobadora de sus vivencias anímicas experimentadas dentro de la clausura y oscuridad de su celda. Porque era, precisamente, dentro de ese estado el de arrobamiento cuando Teresa, en su ensoñación, comprobaba la potencialidad de su alma Era allí, en ese momento cuando definía, sin sombra de duda, el grado alcanzado por su creatividad, desde el mismo punto del inicio, para otorgar, luego, desde allí mismo, el impulso preciso a su necesidad de obrar.  
No debemos olvidar el tristemente recordado servicio, prestado a la corona de España por la Santa Inquisición. Institución que desempeñaba, con su red de espionaje, el papel de Policía, ejecutora de sus propias sentencias.
MISTICISMO:
Según mi criterio, sintetizado en la pág. 60 del libro El altar de los acordes en sol mayor, el Misticismo, cuyo significado en el lenguaje corriente nos acerca al vocablo tendencia  o  inclinación, debería explicarse como: Todo aquello que va dirigido a Dios como plegaria, sin ser, exactamente una plegaria; tampoco un rezo y menos una oración. Pero que se asemeja, por lo parecido, a lo que sucede como consecuencia de la existencia de ese hilo delicado y frágil y hasta invisible, a simple vista para el ojo humano. El que, al parecer, es de oro, por lo incorruptible. Hilo que, pendiendo del cielo, nos ata a la vida y por el cual, misteriosamente, y estando rodeado de ciertas circunstancias, podemos trepar. Y cuando lo hacemos, aferrados a él y sin atrevernos a tocar el cielo, sólo nos es posible balbucear sonidos de abismos insondables, para comunicar esa descomunal experiencia indescriptible.
Lo místico tiene que ver con el Alma humana y con el Espíritu de esa Alma que anida dentro de ella, según así lo afirma Santa Teresa y que puede ser ocupado, por el Espíritu Santo de Dios Nuestro Señor, cuando se lo convoca fervientemente y Éste decida hacerlo, presentándose en el centro mismo de esa entidad sublime e intangible y haciéndolo de manera subrepticia y silenciosa. Por esa razón esa palabra no puede ser conceptualizada, ni su experiencia ser relatada con palabras conceptualizadas, sino sólo  explicada, ambas (palabra y experiencia) apelando a ciertos recursos literarios: metáforas, paralelismos, parábolas, alusiones,  circunloquios… creados desde lo material (desde lo concreto), para encontrar en la similitud (no en la exactitud) el entendimiento que nos lleva a la relativa comprensión de la palabra “misticismo” y de su experiencia (el hecho descripto de ese modo).
Con el tiempo y con el aporte de los que cumplen con la necesaria ley de la complementación,  asunto que Reyner María Rilque trata muy bien en toda su vasta obra (en especial: “Historia del buen Dios” y “Cartas a un joven poeta”, hasta los conceptos abstractos van a llegar a comprenderse hasta su límite máximo, a partir del cual rige la línea de la imposibilidad, concepto al que sólo la FE (inexplicable vocablo de raíz religiosa de característica sub y supra-realista), puede llegar a rescatar de su sentido drástico y definitivo y sólo de manera personal.
De lo dicho, surge la problemática, establecida hace más de quinientos años (traslada, hoy, por causa de Santa Teresa a nuestra época) que nos impulsa a ponernos en marcha para conseguir, investigando su literatura (y la de otras tres monjas místicas escritoras de la época medioeval), avalar aplaudiendo como verídicos sus dichos, vertidos en infinidad de textos explicativos, relativos a este fenómeno místico repetido, el que, constantemente, la envolviera en vida. Escritos redactados por ella misma a medida que los iba experimentando, haciéndolo en forma de “Diario personal” o “comentarios/guías de auto-ayuda” o leyes para el logro de un mejor vivir y convivir. Compleja fórmula estructural, elaborada, en primer lugar, para sí, en cumplimiento del voto de obediencia, y para la posteridad como testimonio vivo e indubitable. Y en segundo lugar para poder llegar a convencer seduciendo a sus compañeras discípulas, enroladas en sus Monasterios, de las bondades del vivir en consonancia con el régimen de vida descripto en sus consignas. Enseñanzas que, por quedar escritas, se mantuvieron incólumes como legado.
Por otra parte, en cuanto a Santa Teresa y las místicas medioevales, fundadoras de conventos, que fueron varias, nos vemos compelidos a agregar, porque “nobleza obliga”, que escudriñar con intensidad fecunda en la propia conciencia, en la medida como nuestra Teresa lo hiciera en su momento, describiendo, sin ambages hipócrita tales experiencias, de manera minuciosa, delicada, literaria, y por sobre todo con prudente belleza, para medir, con la vara de la justicia, sus propias concepciones anímicas y sus actos de materialidad manifiesta (fundaciones de Monasterios, por ejemplo), llevados a cabo  voluntariamente (es decir con voluntad intencional), en una época de crisis política profunda imbuida del terror religioso proveniente del Santo Oficio Inquisitorial, abrió las puertas a la nueva literatura, generada por ella desde lo más profundo de su instinto a partir de su voto de obediencia y considerada, desde su intuición profética como extremadamente atractiva: la de basamento o raíz sicológica naturalista, realista o ficcional. Literatura, ésta, en la que más tarde abrevaron los clásicos de la literatura mundial, desde el iluminismo hasta la actualidad. Siglos XVI, XVII, XVIII, XIX, XX y XXI, protagonizados por autores entrañables como lo fueron los clásicos españoles, rusos, checos, franceses, ingleses norteamericanos y contemporáneamente la mayoría de los latinoamericanos.  
EL CANTAR DE LOS CANTARES o EL CANTO SUBLIME.
Inferimos, sin que nos mueva siquiera un resabio de duda, que Teresa, por su condición de monja instruida, ha leído varias veces y hasta analizado este texto del antiguo testamento, atribuido, sin énfasis, a Salomón, aunque muchos aseguran que la incertidumbre respecto al origen del mismo constituyó el motivo por el cual naciera la posibilidad de  pensar que el autor se atribuyó un nombre irreal, como muchos de los que firmaron artículos que toman parte del libro de los profetas, como, por ejemplo, el “de la Sabiduría”, del cual hoy sabemos que fue escrito por distintos sabios de esa época, los cuales, por esa circunstancia, permanecieron sin trascender. Pero ¿Qué es El cantar de los cantares y que representa? ¿De qué siglo data? ¿Pudo haber sido escrito alrededor del siglo III, antes de Cristo? ¿A dónde nos lleva su significación en la investigación de su simbología? ¿Es una metáfora ejemplificadora? ¿Por qué se adueñaron de este libro hermoso los monjes del Medioevo? La misma Biblia latinoamericana actual pretende explicarlo, cuando, en una de sus páginas anticipatorias nos dice que es un poema que se encuentra escrito a la manera como Israel componía verdaderas obras de artes, las que eran ofrecidas a cada uno de los integrantes de los jóvenes matrimonios, con cuyo texto todo el pueblo exaltaban las bondades de las delicias de los actos conyugales corporales, con el firme y secreto propósito de lograr por medio de sus protagonistas la sagrada perpetuación de la especie. Estos poemas contenían descripciones sublimadas (metaforizadas) con las cuales, dándose por segura también la presencia del alma, se da a entender todo lo concerniente al disfrute placentero del gozar, del uno en el otro, indistintamente.
Como obra poética, no debemos esforzarnos por entender, de manera prosaica, el contenido de El Cantar de los Cantares. Debemos, simplemente, dejarnos llevar por el suave envión inicial y el atractivo encanto que el fluir cadencioso de sus estrofas nos ofrecen, para darnos cuenta que al tratar el tema del amor de la manera erótica cómo lo hace y sabiendo sus autores que siempre el amor es experimentado por la pareja con el cuerpo pero con la intervención innegable del alma para llegar, como siempre se pretende, a la sublimación del éxtasis, con el tiempo los estudiosos y eruditos investigadores han llegado a la conclusión no sólo de que se hace necesaria el alma para llegar al cenit sexual, sino que esa interpretación la que pareciera ser terminante, no lo es porque va unida a otra con connotaciones religiosas-sociológicas, de ascendencia netamente judía: la que nos dice que su texto transmite metafóricamente otra significación: nada menos que el amor de Dios por su esposa, la nación de Israel, su elegida, conjuntamente con su ciudad, Jerusalén, integrada, a aquella, de manera indisoluble (de allí la pasión enardecida puesta de relieve por los políticos judíos en su perenne defensa como ciudad exclusivamente propia de Israel). Para llegar a esa conclusión interpretativa, bivalente, respecto de las necesidades del cuerpo y del alma en conjunción para arribar al éxtasis en el acto amoroso (referida tanto respecto de la pareja humana como respecto de la nación israelí, con un único lenguaje, al parecer sólo atribuible al amor carnal), tanto Santa Teresa como el estudioso judío, interpretadores, ambos de alegorías, debieron estar seguros, por propio convencimiento personal, de que sólo era posible trasmitir esos sentimientos, (los resultantes de tantas sensaciones exaltadas, experimentadas por cada uno de ellos y según su propio objeto), cuando, se los describiera utilizando, necesariamente, las únicas palabras del  lenguaje, disponibles. Y las únicas palabras idóneas disponibles para ser usadas, en tales descripciones, eran y siguen siendo en la actualidad, las usadas corrientemente para concretar la descripción del amor humano carnal.
Ahora bien: Atento a que la faz anímica, la que, según las últimas teorías religiosas aportadas por muchos teólogos y filósofos que pretenden dilucidar este tema, sería la encargada de completar el acto amoroso carnal para llegar a su instancia más alta (ubicada en el cenit); y atento a que esta faz, al parecer, carece de palabras apropiadas para trasmitir la intensidad del éxtasis místico, experimentado por Teresa sin mediar la voluntad de Ésta de hacer comparecer en el fenómeno al cuerpo (aunque éste, sin mediar ningún tipo de estimulación, responda). Deberíamos concluir que de allí proviene la extraordinaria similitud descriptiva. Éxtasis al que Santa Teresa explicaba, atribuyéndolo a la inconfundible presencia de Dios, en la figura de Jesús, corporizado en Espíritu, ubicado dentro de su alma, describiendo la experiencia de manera inmejorable en sus obras “Vida” y “Las moradas”. Libros, por medio de los cuales, con las pocas palabras disponibles, categorizaba, Ella, sus sentidos, para conseguir no sólo su propia comprensión, sino, también la de sus futuros lectores. Por esa razón llegó a afirmar que el fenómeno que la llevaba al éxtasis era como algo insuperable en cuanto a gozo; una experiencia cuya culminación la privaba de concebir la posibilidad de parangón.
Es muy posible que a pesar de la persistencia de su virginidad, mantenida incólume durante toda su vida, (no olvidemos que formuló los votos de pobreza, obediencia y castidad y le creemos) haya, Teresa, experimentado en sus extraños e incomprensible éxtasis, los mismos síntomas que el de un orgasmo hormonal, femenino y normal. De todos modos, ese detalle por muchos motivos, hoy, ya no nos interesa.  Aquí tratamos de esclarecer su personalidad como escritora anticipadora de la novela moderna, desestructurada y audaz. Por medio de su estilo literario testimonial preciso, podríamos asegurar que eso, lo del orgasmo hormonal cuerpo-alma se hacía posible por cuanto sus sugestivas palabras llenaban las expectativas, dando lugar a la posibilidad de pensar cualquier cosa, de atenernos a sus descripciones. Pero la interpretación sublimada, no trivial, de “El cantar de los cantares” como metáfora religiosa, en cuanto a los sentimientos y sensaciones de Teresa, la que los católicos con sumo gusto aceptamos y el arribo a la idea de que esos éxtasis fueron descriptos con palabras que describen el amor humano (cuerpo-alma) por cuando aún hoy no existen palabras precisas para describir ese tipo de amor, el amor sólo anímico, el concerniente al amor de Dios Espíritu, transubstanciado (Corporizado en la figura de Jesús), el que actuaba (y, por supuesto, seguiría actuando), ubicado anidado, dentro del continente del alma solamente, (sin posibilidad de desborde alguno) nos lleva a pensar como probable que todas las descripciones del amor verdadero poseen un único lenguaje, sea del tipo que sea. Eso así por cuanto  el cenit amor cuerpo no puede comprenderse sin el cenit amor alma. Y porque, en definitiva, el cenit (lugar de ubicación del éxtasis) se lo describe, terrenalmente, apelando siempre a recursos celestiales.
Aquí, entonces, como final de capítulo, debemos concluir la idea esencial de este ensayo aceptando tres puntos: a) Que no aceptándose más la idea de Dios concebida como Ente Todopoderoso-castigador, sino como todo lo contrario, los católicos, debemos hoy, afirmar, como lo afirmó Teresa hace quinientos años que “Dios es Amor” y “que el amor requiere obras”. b) Que esto es así, por cuanto el amor, portando siempre un lenguaje figurado ambiguo, y entendido, después de interpretar “El cantar de los cantares” de las maneras tales como arriba quedaron dichas, o sea: Amor igual a fusión corporal y anímica o simplemente anímica, con ímpetu místico de por medio, llegamos al punto c) por el cual se entiende  el amor también como Dios, como El protagonista principal, como el otro que amo primero, o sea el amante, deseoso éste de conseguir ubicación dentro del alma, interpretada, esta, como recipiente de contención de Sus dones; lugar donde penetrará en espíritu, una vez ubicado este amor en el cenit, como consecuencia del accionar de la pareja, sea esta humana, por excelencia o constituida por un ser humano y Dios como esposo de un alma. Se comprende así, pensando de esta manera, que la llegada al éxtasis, en el cenit, constituye el efecto deseado por los amantes, relacionado con la única ejercitación terrenal posible, con validez de fenómeno anticipatorio de lo que habrá de ser el uso futuro del espacio y del tiempo infinito, por toda la eternidad.- Amantes, entendidos como corporales/terrenales o místicos, denominados, en cada una de ambas circunstancias, indistintamente, cónyuges. De allí que al éxtasis, ubicado indefectiblemente en el cenit, sea cual fuere el lugar de su generación (cuerpo o alma) y sea cual fuere el modo de ejercitación (corporal o de índole desconocida como lo sigue siendo la mental, para el común de la gente) se lo considera un fenómeno indiscutible, ligado de manera indisoluble al religioso misterio de lo asombrosamente celestial, experimentado por la especie humana.
Obras escritas por Santa Teresa de Jesús:
1)     “Vida”, Cuarenta capítulos.
2)     “Camino de Perfección”, cuarenta y dos capítulos.
3)     “Castillo interior o Las moradas”,
“Moradas primeras”, dos capítulos.
“Moradas segundas”, un capítulo.
“Moradas terceras”, dos capítulos.
“Moradas cuarta”, tres capítulos.
“Moradas quinta”, cuatro capítulos.
“Moradas sextas”, once capítulos.
“Moradas séptimas”
4)     “Conceptos del amor de Dios”, siete capítulos.
5)     “Libro de las Fundaciones”, treinta y un capítulos.
6)     “Relaciones espirituales”, a) en la Encarnación de Ávila en 1560; b) en Sevilla en 1576; c) en Sevilla en 1576.
7)     Avisos de la Madre Teresa de Jesús para sus Monjas”
8)     “Poesías”,  diez.
9)     “Epistolario de Santa Teresa”, cuarenta y seis cartas.
10) Fundó 18 Monasterios en España, todos de clausura femenina, desde 1562 hasta 1582, año de su muerte: 1.- Ávila, su ciudad natal (1515). 2.- Medina del Campo. 3.- Malagón. 4.- Valladolid. 5.- Duruelo. 6.- Toledo. 7.- Pastrana. 8.- San Pedro de Pastrana. 9.- Salamanca. 10.- Alba de Tormes. 11.- Segovia. 12.- Beas. 13.- Sevilla. 14.- Caravaca. 15.- Villanueva de las Jara. 16.- Palencia. 17.- Soria. 18.- Burgos. 

Fueron estas fundaciones realizadas con mínima inversión, en casas antiguas y hasta abandonadas, algunas, sin valor, razón por la cual las conseguía a muy bajo alquiler y ubicadas en los poblados rústicos, de las afuera de las ciudades. El trabajo de reparación, albañilería y ornamentación precaria, hasta poder llegar a ser inaugurados, con la ineludible primera misa, era asumido por todos los que tomarían luego parte de esa Institución. Trabajo pesado que no cesaba por cuanto debían afrontar también el de mantenimiento. Las celdas, eran siempre pequeñas y pobres. Respecto de ese detalle se hace necesario señalar, recalcando, que dentro del área reservada a morada de los confesores (varones considerados más piadosos y más ortodoxos que los Calzados-mitigados), existente en todos los conventos de Carmelitas  Descalzas, recién inaugurados, esas celdas, además de despojadas de confort, se encontraban alfombradas de pasto común (heno)   sobre  piso de tierra apisonada; colchón seco y extremadamente natural sobre el cual, luego de sus intensas jornadas de trabajo manual y oración, dormían, entre otros los famosos santos: San Pedro de Alcántara y San Juan de la Cruz. Este último conocido en todo el mundo hasta la fecha por su vida piadosa,  sus poemas místicos, en especial por los que forman parte del texto de su libro “La noche oscura” y, además, por sus exageradas mortificaciones corporales, no aceptadas por Teresa debido a su precaria salud. La historia informa que, Éste, al ingresar al noviciado Carmelita, era conocido por su nombre originario: Juan de Santo Matía y que en esa época, mientras pretendía ser fraile, su ingreso y su actitud amistosa para con ella le aportó, conjuntamente con Pedro de Alcántara (otro grande), en medio de las tribulaciones que la hacían meditar a solas, encerrada en su despojada celda, el convencimiento de que su accionar era positivo. Porque, si bien, en el principio  de la pretendida reforma, propiciada por ella para enderezar hábitos malsanos, concerniente a los usos y costumbres imperantes (muchos hasta disipados),  los frailes, clérigos de las órdenes de los Carmelitas Calzados, todos, (de allí el nombre de mitigados) (mitigados respecto de los sacrificios), permanecieron, por largo tiempo sin adherir. Sin embargo, con el correr de no muchos años (a partir de 1568 (fundación del Monasterio de Duruelo), Teresa pudo comprobar que dentro de los primeros frailes, reconocidos como personajes importantes, registrados como sus aliados, se encontraban:  Antonio de Heredia, quién tomó, luego el nombre de Fray Antonio de Jesús; Juan de Santo Matía, quién luego se llamó Fray Juan de la Cruz y Luis de Céllis, quién un  poco más tarde, definitivamente decidido, al enrolarse por convicción en la cofradía de los descalzos (ya no más Carmelitas Mitigados, se bautizaría con el nombre de Fray José de Cristo. Teresa los consideró, a los tres, sus verdaderos aliados por promover respetando y haciendo respetar las taxativas reglas de convivencia dentro de sus claustros religiosos de recogimiento e introspección. Reglas redactadas por ella misma, pero dictadas a partir de largas meditación trascendentales, con las cuales llegaba a la captación de la palabra de Dios, su Señor. Normas que, aunque ampulosamente repudiadas, por los mitigados, en un principio, aún se encuentran vigentes en sus Conventos.  Todo esto fue expresado al referir su vida, llena de detalles interesantes, a modo de diario íntimo, dentro del texto de uno de sus muchos libros, al denominado: Vida.           
TRANSCRIPCIÓN de PARTES de POEMAS de SANTA TERESA de JESÚS de ÁVILA.
¡Ay, qué larga es esta vida!/¡Qué duros estoy destierros!/¡Ésta cárcel éstos hierros!/
en que el alma está metida! Sólo esperar la salida/ me causa dolor tan fiero/
que muero porque no muero.
¡Ay, qué vida tan amarga/ donde se goza al Señor!/ Porque si es dulce el amor,/
No lo es la esperanza larga; quíteme Dios esta carga/ más pesada que el acero.
Que muero porque no muero.
TRANSCRIPCIÓN de PARTES de POEMAS del CANTAR de los CANTARES.
1 El Canto sublime que es de Salomón.
ELLA: ¡Que me bese/ con los besos de su boca!/Tus amores son un vino exquisito,/
Suave es el olor de tus perfumes/ y tu nombre, ¡un bálsamo derramado!/
Por eso se enamoran de ti las jovencitas./¡Llévame!/ Corramos tras de ti./
Llévame, oh Rey, a tu habitación/ para que nos alegremos y regocijamos/
y celebremos, no el vino, sino tus caricias./
¿Cómo podrían no quererte?/Soy morena pero bonita,/hija de Jerusalén/
Como las carpas de Quedar,/ como las carpas de Salomón./ No se fijen en que estoy morena,/
El sol es el que me tostó./ Los hijos de mi madre, enojados contra mí/
me pusieron a cuidar las viñas./ Mi viña yo la había descuidado./ Dime, Amado de mi alma/
¿a dónde llevas a pastar tu rebaño?/ ¿Dónde lo llevas a descansar a mediodía?/
Para que yo no ande como vagabunda/ detrás de los rebaños de tus compañeros?
CORO: ¡Oh la más bella de las mujeres!/ Si no estás consciente de quién eres,/
Sigue las huellas de las ovejas/ y lleva tus cabritas a pastar/junto a la tienda de los pastores.  
EL: Como yegua uncida al carro de Faraón/así eres a mis ojos amada mía./
tus mejillas se ven lindas con esos aros/ y tu cuello entre los collares./
Te haremos aros de oro /con cuentas de plata.
ÉL y ELLA: Mientras el Rey estaba en su aposento/se sentía el olor de mi perfume./
Mi amado es para mí, bolsita de mirra/ cuando reposa entre mis pechos./
Mi amado espara mí, racimo de glicina/ en las viñas de Engadi.
¡Oh mi amor, qué bella eres,/qué bella eres con esos ojos de paloma!
Amado mío, ¡qué hermoso eres/qué delicioso!
Nuestro lecho es sólo verdor.
Las vigas de nuestra casa son de cedro/ y tu techo de ciprés.

Encuentro Internacional de Escritoras “Marjory Stoneman Douglas, 2016.
                                                           
         
                                                                                                     


MARCHE UN CUCHARÓN PARA CRISTINA (CUENTO) Publicado en los años 90







Cristina y Beatriz refugiadas en la galería de “La Verde”, descansaban del trajín que el trote de sus caballos les provocara. Una hora diaria de cabalgata, el secreto de su esbeltez, sólo se contrarrestaba colocándose al paso de la brisa que cotidianamente y debido a la orientación de la casona, circulaba entre la escalinata y la puerta principal. La sombra de “La Verde” se hacía ver a esas horas, manchando aquella claridad sin límites, marcando el camino inevitable de la entrada con pinceladas de colorido vegetal. La sombra de “La Verde” también se hacía sentir a esas horas cuando, penetrando los cuerpos y tornándolos dóciles a su influjo, les permitía intuir que esas siestas de vigilia acalorada eran parte del reflejo condicionado adquirido sin mayores esfuerzos, por el solo hecho de ser no solamente habitantes con derechos indiscutibles sobre esos lares, sino también sólidos eslabones de aquella maciza cadena de noble y codiciado metal, el abolengo, llamado substancialmente la rancia estirpe.
A veces tejían, otras leían o escribían cartas; casi siempre, todo lo hacían sin mucha convicción. Las horas debían pasar a pesar suyo, como debían pasar las cosas que aún no habían acontecido, tal cual habían pasado ya, formando parte integrante de su existencia, los acontecimientos que hicieron de ellas lo que eran, involucrando también en ese pensamiento, todo lo olvidado y hasta todo lo ignorado.
En ese instante, alrededor de ellas, sólo silencio y voladitos de crochet salpicados de a ratos por luces movedizas acostumbradas a amarillar, desde siempre, rutas obligadas de origen infinito.
¡Qué lejos está nuestro futuro! pensaban sin pensar; sin darse cuenta.
Beatriz: -¿Te enteraste, Cristina, que von dem Bussche Hadenhausen murió, no?
Cristina: -Sí... me enteré cuando escuché a mamá contárselo en voz muy baja a papá. ¿Por qué será que a nosotras todavía nos ocultan ciertas cosas? Especialmente las que ellos consideran tristes... Ya somos grandes, caramba...
Beatriz: -Pobre von dem Bussche... Cada vez que pronuncio su apellido me estremezco. ¿Qué querrá decir?
Cristina: -No sé... Todavía no puedo creer que se haya muerto... Pero qué apellido tenía.
Beatriz: -Sin embargo y a pesar de que su pronunciación, cae muy bien, yo estoy totalmente convencida de que su traducción puede llegar a tener un sentido que raye con lo ridículo. Guiso de porotos, por ejemplo. Personalmente pienso que a algunos extranjeros no les convino la traducción, por eso no dejaron que se la hicieran.
La voz de la abuela, desde el interior de una de las habitaciones, se escuchó clara, precisa:
Abuela: -Bueno, bueno, bromas aparte. No olviden que ese hombre ya está muerto.
Beatriz: -No, no lo olvido y para que veas que mi crueldad no es de uso exclusivo para lo de afuera, abuelita, recuerdo y lo digo bien fuerte, que nuestro apellido, Faust, quiere decir cucharón ¿no es así?
Beatriz había gritado para que también la abuela escuchara. Luego de una pausa y dirigiéndose a su hermana dijo:
Beatriz: Cucharón, así como suena. ¿No lo sabías? ¿Me querés hacer el favor de no reírte?Y no me digas que no viste el cucharón en medio del escudo que cubre la chimenea. ¿Y el que se encuentra sobre el portón del salón de carruajes? Yo lo sé porque abuela me lo hizo notar. Ese día me contó una historia que ya ni recuerdo. Era tan extraña que parecía inventada.

En el departamento de la calle Guido, Cristina embalaba las últimas cosas de valor que le quedaban luego de vender su parte de campo y el resto de su fortuna. Quince años de matrimonio feliz, cuatro hijos -hijos llenos de la energía necesaria como para no hacer decrecer la tensión de los obligados a verlos crecer día a día- y otros tantos malos negocios, dieron como resultado la situación imperante.
La maravillosa fábrica de cajas fuertes y carrocerías especiales había cerrado; la recesión y la competencia mal entendida por los gobiernos de turno, fueron las que, marcando profundamente las huellas del camino emprendido, los hicieron desembocar inexorablemente en la quiebra y el desprestigio.
Mientras se enjugaba las lágrimas con la manga de la camisa desaliñada, preguntándose ¿por qué, por qué? a cada instante, mientras recordaba sin solución de continuidad los años dorados vividos en “La Verde”, la hermosa Verde, que ya no le pertenecía ni a ella ni a ningún Faust, el timbre sonó una, dos, mil veces hasta que la puerta se abrió empujada desde afuera. Entonces se oyó, como si se tratara de una voz de ultratumba, el nombre y apellido del que, presentándose, dijo ser el Oficial de la Justicia. Al concluir éste la simple indicación realizada con la ayuda certera de un lápiz faber número dos, su ayudante cumplía la orden anotando. De esta manera se iba llenando la trágica lista de objetos embargados, los cuales cubrirían apenas el valor de la deuda exigida.
Al llegar a la caja de madera, la abuela que estaba presente, exhalando un suspiro -previo grito de indignación- se desmayó en brazos del escribiente ayudante, el cual sin disimular su disgusto, imitando el gesto de su jefe y sin decir palabra, la depositó sobre un sofá, el que integró en forma inmediata la lista iniciada minutos antes.
-¡No, por favor, los cubiertos no! No pueden embargarlos; son un recuerdo muy querido de familia...
Mientras anotaba, el hombre explicaba a Cristina que no tenía más remedio que hacerlo, pues al ser un muy querido recuerdo de familia, ellos mismos se encargarían de pagar más rápido esa deuda, como para no tener que desemabocar en el remate que hoy mismo se encargaría de pedir el abogado del caso.
-De todos modos- le dijo -todo lo embargado quedará en su poder porque desde ya, la nombro a usted depositaria y si tiene algo que objetar, deberá hacerlo por escrito y en el expediente respectivo- y volvió a repetir -res-pec-ti-vo.
La abuela despertaba lentamente con los ojos idos y sin coordinar las ideas, en el preciso instante en que Cristina y su esposo, abrazados, lloraban acariciándose y prometiéndose mutuamente venganza contra el agresor.
A la mañana siguiente, recapitulando, consecuencia de una buena dosis de calma valium, decidieron que como todo aquello había sido un atropello, el juego de cubiertos debía ponerse justamente a cubierto de las contingencias de un juicio como ese: arbitrario, injusto y desigual y que lo mejor sería declarar la propiedad de la abuela sobre los mismos.
Para reforzar lo dicho, el escrito presentado no sólo contenía la aseveración de ese hecho, perfectamente comprobable por lo verídico, sino además la constancia por parte de los demandados de una circunstancia que, de no comprobarse lo contrario, habría de ser la determinante del desembargo inmediato de los mismos. La constancia referida certificaba que aquellas piezas de plata maciza, eran las únicas y últimas que poseían a punto tal, que debían usarlas a diario.
Cuando al día siguiente el Oficial de Justicia, ensiamesado con su escribiente, se presentó justo a la hora del almuerzo, con el único fin de verificar lo afirmado en la segunda parte del último escrito presentado, pudo observar con sus propios ojos y apreciar, lo que era una auténtica mesa de abolengo.
Los cubiertos refulgían. La luz de los ventanales, abiertos de par en par, mostraban en toda su grandeza aquel sin par despliegue de digna arrogancia. El cucharón, colocado al bies y al alcance de la abuela, presidía la cabecera como si de él dependiera la solemnidad de la ceremonia que se estaba oficiando; nada menos que la exaltación del lar, humildemente.
Mientras el veedor de gesto villano y su escudero se marchaban, prometiéndose mutuamente volver para tomarlos de improviso in fraganti, con las manos en los  cubiertos de diario, escondidos sin duda en ese momento, el hijo menor de los Faust los recogía de adentro del canasto de la ropa sucia, único lugar donde los improvisados detectives no habían metido su nariz.

Dos preguntas comenzaron a impregnar el ambiente de la casa, luego de pasada la semana.
¿Se estarían salvando? ¿Dispondría el Juez el desembargo de los cubiertos habiéndose comprobado, como se comprobó, que eran los únicos que poseían, además de ser propiedad exclusiva de la abuela, evidencia que habría de ser reconocida a la brevedad, según palabras de su abogado, una vez terminada la tercería de dominio?
Antes de que la incógnita se dilucidara, los enviados de la justicia, abriendo la puerta de calle como si lo hubiera hecho un fuerte golpe de aire, irrumpieron en medio del salón comedor, donde nuevamente se estaba sirviendo el almuerzo. Mientras, los Faust, sorprendidos y sin poder hacer nada para ocultar el juego vil (de cubiertos), que permanecía adherido a sus manos como formando parte de éstas, no tuvieron más remedio que reconocer, abochornados, la existencia del de acero inoxidable, hecho que permitiría a la parte demandada cobrarse pronto y bien.
Sin armas que esgrimir pues carecía de ellas, Cristina, en un súbito arranque, tomó rápidamente el cucharón de plata de su caja de madera y utilizándolo como un machete, trató de aplicar sobre los invasores en fuga el perfecto golpe de gracia, sin conseguirlo. Abatida, en el momento de volver a colocar el cucharón en su lugar, advirtió una inscripción casi ilegible en la parte posterior del mango. Era corta y estaba escrita en caracteres rusos.

En la embajada de Rusia se hizo la traducción del pequeño texto: “Faust recuerde: Banco Ginebra, cuenta F. 019.”
Al comprender, todos los rostros adquirieron expresión de asombro. Se advirtió asombro aún en los soviéticos, pese a que medían cautamente sus palabras cuando traducían o explicaban, como adelantándose un poco en ese juego o ejercicio intelectual, el que parecía haber comenzado justamente momentos antes, sin la posibilidad de conocer o vislumbrarse el lugar, aproximado siquiera, a donde los conduciría. Para dar idea exacta del grado de asombro en los rostros de las tres mujeres, habría que decir que a esa altura habían perdido completamente el habla.
-No hay duda, señoras; el texto da el número de una cuenta cifrada y por el año, las características y el lugar, podría tratarse de una de las que abrió el régimen zarista poco antes de la revolución. ¿Pueden ustedes darme algún indicio como para sacar alguna conclusión o seguir deduciendo?- preguntó la persona que las atendía y cuya pronunciación denotaba indudablemente su origen.
La abuela, sin medir las consecuencias, con sus ojos claros desorbitados, mirando fijamente a su interlocutor como exhalando, dejó salir de sus labios el nombre de Anastasia, en el momento en que sus nietas, comprendiendo la cuestión en su total magnitud, le tapaban la boca superponiendo ambas manos, mientras el embajador -cargando sus condecoraciones- como un resplandor hacía su aparición lenta y majestuosamente, ubicándose sobre el último y más alto peldaño de la escalera barroca de mármol blanco, del que había sido hasta diez años atrás el palacio de los Álzaga Ayerza.
-No teman, señoras- dijo, en un castellano casi perfecto, acercándose, dando la impresión  que conocía todo lo tratado en aquel lugar hasta ese momento. -Las pocas cuentas que aún subsisten, prosiguió, tienen cerradura inviolable; sólo una llave especial con la que forzosamente debe contar el propietario o beneficiario, las abre. Quiero que sepan, además, por si fuera este el caso, que el tiempo transcurrido no interesa, pues el gobierno de Rusia de aquella época convino con el gobierno suizo que estas cuentas tendrían una duración de noventa y nueve años, al término de los cuales todo lo que en ellas hay depositado, ha de quedar para el tesoro de Suiza. Desde que ese país se convirtió en neutral, en 1819, nadie trató de denunciar nunca los convenios de esa naturaleza que se fueron suscribiendo sucesivamente con estados y personas particulares.
Como broche final, el Embajador nos miró risueñamente y dijo: -Parece, señoras, que la palabra neutralidad, para suerte de ustedes, es algo muy serio y beneficioso.

El cansancio de la abuela requería un sillón. Ya en el dormitorio, mientras se hamacaba, toda su ancianidad repetía como letanía monótona y continuada: -Anastasia, la incógnita de Anastasia; Anastasia, la retribución de Anastasia; Anastasia, cuánto tiempo pasó...Anastasia...
Sin perder ningún segundo, Cristina y Beatriz se dirigieron a la Embajada Suiza.

Mientras esperaban las contestaciones de las notas por medio de las cuales solicitaban información al banco ubicado en la ciudad de Ginebra, con mediación de la embajada suiza en la Argentina, para dar al caso mayores visos de seriedad, Beatriz pidió a la abuela que volviera a contar aquella extraña y casi olvidada historia. -Para que la escuche Cristina directamente de tus labios- le dijo. -Y para poder sacar alguna conclusión- agregó para sí. -Hacé memoria abuelita... No sólo es posible que en esa cuenta se halle depositada la retribución que jamás recibió el abuelo sino que, además, por algún detalle, surja el secreto del paradero de Anastasia, la única hija del zar de Rusia que según parece ha logrado salvarse.
-Cuando el abuelo de ustedes se casó conmigo en 1917- dijo la abuela, comenzando un raconto -lo hizo adoptando un nuevo apellido: el de von dem Faust, identidad que había tomado luego de aceptada la primera y única misión especial encomendada por el mismo zar de Rusia en persona. Con su nueva documentación, toda mi credulidad y una hermosa muchacha, a la que conocí por casualidad sin poder tratarla a causa del idioma, nos trasladamos a la Argentina, lugar donde yo había nacido dieciséis años antes. Quiero que sepan, niñas mías, que sabiendo como yo sabía que me había casado con un diplomático de carrera, nacido y educado en Zurich, poco y nada pregunté. Todo era y sería para mí secreto de estado. Intuyendo de antemano que a ninguna verdad tendría yo acceso y que esa sumisión sería el único precio que mi flamante esposo exigiría de mi siempre, para darme en cambio una vida regalada, llena de viajes y buenos momentos, jamás en mi corta vida de casada, pregunté. Lo que llegué a saber fue simplemente fruto de la ansiedad de él, pues sólo cuando ella ardía en su cuerpo, yo me enteraba por ejemplo, de que aquella niña se llamaba Anastasia, de que la misión encomendada a mi Frank, fue la de dejarla en lugar ya establecido, desde donde proseguiría viaje para cumplir con las innumerables etapas determinadas por un plan minuciosamente trazado y cuyo fin el pobre abuelo podría haber conocido, si no le hubiese ocurrido lo que le ocurrió. Y lo que le ocurrió fue tan terrible para él que a partir de allí, perdiendo poco a poco las ganas de vivir, enfermó de tristeza hasta que, cuatro años más tarde, sin que nadie pudiera hacer nada por él, murió. Sólo me quedó el padre de ustedes, único hijo en el que deposité todo el entusiasmo que me fue posible juntar en aquellos momentos, entusiasmo que fue incrementándose, por suerte, debido a la única y simple razón de haber contado en ese entonces con sólo veinte años.
-¡Qué barbaridad...!- dijo Cristina -Contanos, abuela, lo que le ocurrió al abuelo... ¿de verdad fue tan tremendo?
-Sí- contestó ésta -porque lo que le pasó fue que perdió el maletín con las explicaciones de las instrucciones recibidas verbalmente y otras que debían ponerlo al tanto de lo que tenía que suceder, según fueran los acontecimientos. Aquellas explicaciones estaban en lenguaje cifrado, sin embargo, todo fue en vano... anuncios... pedidos... Nadie lo devolvió. Lo cierto fue que una vez entregada esa niña a la persona indicada, a Frank le quedó siempre la idea de que había cumplido la misión a medias. Para colmo, la revolución bolchevique ya estaba en todo su fervor, cerrándonos las puertas de acceso a Rusia.
Los ojos de la abuela, lúcidos aún, se ensombrecieron y mientras su gris se diluía en el impetuoso torrente de tibios cristales, las hermanas daban rienda suelta a su fantasía.
-De aquella gran aventura- dijo como para terminar -nos quedó, no sólo el recuerdo de hechos sin asidero para mí, sino también el cofre de madera con flores en marquetería y los ciento cincuenta estupendos cubiertos de plata que había en su interior. Creo que vinieron unidos a esa niña como única retribución material posible y también para simbolizar y recordarnos perpetuamente la orden del cucharón, que también llegó a nosotros en las alegorías de los dos escudos obsequiados por el Zar el día de nuestra boda. A propósito, hablando del Faust ¿no les da la sensación de que guardara algo adentro del mango?
-¡La llave, abuelita!- contestaron al unísono las dos. ¡La llave que buscamos!
-¿Una llave? Bueno, bueno... en fin...- dijo la abuela y prosiguió: -Creo que ya es hora de tomar el té con masitas. ¿O preferirían tortas fritas con mate cocido como en La Verde?

Por esos días la familia de Cristina en pleno, gozaba de una relativa tranquilidad, gracias a que el abogado había logrado sustituir el preciado bien embargado por otro valor equivalente.
Al debatir el problema planteado por la posible existencia de la llave, todos juntos decidieron que debían sacar totalmente la tapa del mango del faust, limándola suavemente.
Necesitaron sólo unos instantes para cerciorarse uno a uno, de que del otro lado de la ranura producida por la pequeña sierra, se hallaba intacta, la llave añorada.

Cristina viajó a Ginebra vía Swissair, custodiando su pequeño tesoro. Llegó un domingo; recorrió el lago, gran cantidad de calles y bosques, además de pasillos y escaleras. Y repasó francés. El lunes, a primera hora, accionando esa llave con la mano derecha, manteniendo en la izquierda la autorización correspondiente, logró abrir aquella puertita, temblando de emoción.
Contenida, merced al recuerdo de sus clases de control mental, teniendo como testigos a las autoridades del banco, notarios de nacionalidades diferentes, fotógrafos y reporteros, mientras los técnicos enumeraban los papeles y objetos de valor que iban extrayendo del interior de la caja, Cristina comenzó a leer uno a uno los documentos. Éstos cobraban importancia a medida que su texto, creando un paralelismo asombroso con los hechos referidos  por la abuela, reforzaban más la idea de que lo que estaba ocurriendo era verdaderamente un acto trascendental; revelación de todo un gran proceso y su misterio : Anastasia.

Al grito de alegría proferido por todos al ver aparecer a Cristina en medio de la sala, radiante, bolso al hombro repitiendo ¡Abajo la miseria! ¡Abajo la miseria! se sumó el de contrariedad, nacido cuando el antiguo villano -secundado por el mismo apuntador- haciéndose por cuarta vez dueño de la casa, portando en alto la copia de otro pagaré, señalando nuevamente con su lápiz faber número dos la caja de madera, muy conocida ya, volvió a disponer la anotación del juego en cuestión, como bien embargado.

Sólo Cristina, mirando por sobre el hombro del escudero, pudo llegar a leer la totalidad de lo escrito por él, al dorso del mandamiento: Cofre de madera conteniendo juego de cubiertos de plata. Total ciento cincuenta piezas. Observaciones: el mango del cucharón se encuentra casi totalmente deteriorado.