miércoles, 5 de octubre de 2016

... PERO HABERLAS SÍ LAS HAY

El Gobernador y Comandante del Fuerte Mayor había engordado últimamente más de la cuenta. Tanto que Doña Felicitas, su hermosa mujer, se negó a cumplir con el débito conyugal, alegando que de seguir así un día terminaría aplastada entre sábanas almidonadas.
El Gobernador, más por orgullo que por dignidad, aceptó la situación sin pasársele siquiera por la cabeza que adelgazando un poco, todo aquello hubiera vuelto a la normalidad.
Continuaron durmiendo en la cama grande como en los días felices y... acumulando calor fueron pasando los días. Felicitas controlaba el talle de su marido sin que él se diera cuenta. Corría ella misma el botón de sus camisas, hasta que la falta de tela cerraba toda posibilidad. Compró ella misma sus calzoncillos y camisetas hasta que en la tienda le informaron que, por no existir un talle mayor, debía hacerle confeccionar a su marido toda la ropa interior y exterior -incluso los calcetines- a medida.
Consciente de su fracaso como de su vergüenza, decidió entonces dejar librada esta parte de su tarea doméstica a la ejecución directa de su marido. Como la cuestión vestimenta era para el señor Gobernador un aspecto secundario en su vida, poco a poco se le fueron terminando cada una de las prendas que componían su ajar íntimo, hasta llegar a tener que pedirle directamente a la negra Concepción que día a día preparara su ropa, lavando las prendas por la noche, para poder ponérselas limpias y planchadas a la mañana.

Felicitas llenaba sus aburridas horas organizando actos culturales, conciertos, funciones de teatro, tertulias de mate y polvorones o reuniendo a personajes españoles o extranjeros que, llegando de otros lugares, podían aportarle información precisa relacionada con hechos lejanos. De esta manera, tanto Felicitas como otras damas de su rango, se dejaban llevar por la idea de que su ilustración representaría para las generaciones venideras faros inflamados, con los cuales iluminarían los caminos todavía no demasiado pisoteados de eso que se daba en llamar Indias Occidentales o Colonias Españolas del Río de la Plata.
El otro día sin ir más lejos, Don Tiburcio González Escobero había informado a un grupo de señoras el problema de Manila y los ingleses. También les contó de la tremenda deuda que quedaba pendiente aún sin deberles nada, pues Manila -aseguraba a cada momento González Escobero- fue, es y será española, lo mismo que Cuba ¡qué carajo! decía ente dientes cuando las damas se entretenían, observando por ejemplo, algún punto de crochet complicado.

Felicitas vivía olvidada de las prácticas del amor y relegada a segundo plano por su esposo, que prefería un buen asado con cuero o una chanfaina de chivo con gusto a vinagre, al halago de sus senos sueltos, velados caprichosamente por  el oscuro y fino tul de su cabellera enmarañada. Seguramente y debido a ese motivo, aquel día -junto a Estefanía, Encarnación y Trinita, hijas del Brigadier Don Alfonzo Escudero y Calderón, casadas a su vez con políticos y militares de peso- ocurrió que Felicitas festejara en la sala grande, entusiasmada de alegría, la lectura de la carta que acababa de recibir del Marqués Mariscal Don Diáfano Ortiz de la Bobadilla, licenciado español en materias humanísticas, profesor de escolástica, trotamundos incansable y enamorado perenne de Felicitas.

Ortiz de la  Bobadilla había sido exhumado en la mente de Felicitas exactamente cuatro días atrás, cuando lo había visto retratado de cuerpo entero bajo la marquesina del Teatro de las Callejas, frente a La Merced.
Allí, se podía leer en el anuncio, hablaría a hombres integrantes del gabinete gubernamental sobre la Paz de París, sus consecuencias y la fundación del Puerto de Egmont por los ingleses en el archipiélago Malvino, llamado por ellos Pepys y Falkland.
¡Qué tema! pensó Felicitas, y al instante, sacando de su petaca un pedacito de papel perfumado, le escribió informalmente la nota de invitación que entregó al portero, para que éste se la alcanzara en mano el día de su charla.

Las cuatro mujeres reían. Emitían grititos de satisfacción y suspiros profundos, mientras leían y releían el contenido de la carta que Felicitas tenía entre sus manos.
“Felicitas querida: Tantos años sin verte... ¡qué alegría tu carta! Fue como hallar agua cristalina en un oasis fresco y verde, rodeado como estaba yo por corbatones duros y empaquetados: así era mi público...
Sí, hablaré a tu cofradía del tema que traté hoy, tal como me lo pides. Conste que lo hago para volver a verte aunque sea un rato. En el ínterin nos intercambiaremos figuritas.
Hasta tal día a tal hora. cariños muchos, muchos, Diáfano.

En su escritorio solemne y luminoso cuyos ventanales de cristal biselado, traídos expresamente por el de Francia, dejaban ver íntegramente la Plaza de Ejercicios, Diáfano Ortiz de la Bobadilla completamente embobado, daba rienda suelta a su imaginación recordando a Felicitas, la única mujer cuyos encantos no sucumbieron a su hermosura varonil.
Había reunido en dos días toda la información necesaria acerca de ella, como para que la impresión del reencuentro no dejara en las demás personas idea alguna de titubeo de su parte. Su arrogancia no sucumbiría ni siquiera en manos de Felicitas, la única mujer de su vida.
Noticias de actos públicos, pinturas de colecciones privadas en las cuales el objeto principal lo constituía su Felicitas, y por extensión su extraordinario, imponente e importante marido, completaron su estudio preliminar de las circunstancias.
Sin pensar que estaba anocheciendo, metido en medio de la penumbra y escuchando sin concientizar el murmullo de las voces cercanas a la oración, Don Diáfano Ortiz de la Bobadilla unificó vivencias, hechos, actos, situaciones... hasta llegar a completar la perfecta fusión de imágenes, sonidos y sensaciones.
Un círculo perfecto lo rodeaba. Ña María, vieja bruja y prostituta. También estaba ella en la ronda, tomada de la mano de su Felicitas virgen, de su Felicitas niña, pura hasta que se casó con esa mole de Gobernador. El asco por ella, por él y por sí mismo, llegó a hacerlo estremecer. Una arcada, antesala del vómito, lo volvió a la realidad. A su alrededor, oscuridad y sólo uno que otro resplandor, producido por bichitos de luz de tiempo de primavera, daban sensación de vida.
-Yo no creo en brujas, pero que las hay, las hay... Ña María, Ña María... ¿dónde estarás, vieja ponzoñosa...?
Decía esto y se preguntaba a sí mismo, mientras se desperezaba sonriendo.

-Tengo miedo, Don... Todo un marqués, un sabio, un general... ¿no vendrá para prenderme?
-No, Ña María, no temas. Lo que pasa es que estuve y estoy enamorado. Hirieron mi dignidad. Ya no tengo amor propio. Nada me interesa. Felicitas, así se llama ella, no debe sufrir. Sólo su marido. Aléjalo de ella. No me atrevo a decirte que lo mates, pero... que muera es lo que más ansío.
-¿Cuándo la verás?
-El sábado en el Fuerte. Organizó algo así como una tertulia. Yo estoy invitado para hablar sobre la fundación de un puerto inglés en una isla de regiones perdidas muy al sur.
-Harás como si de repente se te hubiera roto una media- dijo Ña María y prosiguió: -Córtala con un cuchillo minutos antes, cosa que no haya tiempo para comprar otras ni para zurcirlas. Ella te dará un par de las de su marido y tu me las traerás. Yo sabré qué hacer con ellas. Su dueño se alejará. No debe importarte cómo, no preguntes. Más tarde, libre el camino, gozarás a su dama hasta hartarte. Te lo asegura Ña María, que viene haciendo estas cosas junto al diablo, desde que se hizo mujer.

Mientras la concurrencia se ubicaba lentamente en lujosas sillas de puro estilo europeo, tapizadas en terciopelo bordeaux, Felicitas tocaba el clavecín a un costado de la tarima que oficiaba de escenario.
La música, deliciosamente interpretada, el murmullo de las voces comentándolo todo, el crujir de las tafetas y el chasquido seco, rápido y constante, característico dele abrir y cerrar de los abanicos, eternamente sostenidos por manos enguantadas, prometían una velada de sosegado esplendor, antesala de las tertulias organizadas para deleitar, entretener y cultivar a los distinguidos invitados de Felicitas, la llamada cariñosamente Gobernadora del Fuerte.

El diálogo entre ambos hombres, carente de simpatía, se hacía cada vez más pesado. Al Gobernador, su única camiseta le apretaba tanto que no lo dejaba respirar. Incómodo, llegó a pensar que hasta podría darle un día la razón a los antiguos reproches de Felicitas.
De pronto, Don Diáfano movió su zapato de charol y su media dejó ver un tremendo agujero. El Gobernador sonrió haciéndose el indiferente mientras el Marqués Don Diáfano, comenzando a correr con desenfreno, perdía la compostura llamando en voz alta a Felicitas, la cual acudió inmediatamente.
-Rápido, Felicitas, no hay tiempo que perder, préstame un par de medias o calcetines de tu marido. Que sean blancas si es posible, para que coincidan con el corbatón.
Felicitas recorrió los cajones de la cómoda, sabiendo de antemano que no encontraría nada. Menos blancas. Las únicas medias que su esposo tenía, las había remendado ella misma hacía mucho tiempo y estaba segura de que eran las que llevaba puestas. Desolada, se dio cuenta de que era ya muy tarde para mandar a comprarlas. Como por arte de magia, voló a casa de su vecina Doña Consuelito. Su marido, Don Gonzalo, la sacaría del apuro. Cruzó la plaza jadeante y antes de que nadie pudiera darse cuenta, traía ya en sus manos las medias blancas que Don Diáfano le había pedido.

Esa noche sirvió al marqués Ortiz de la Bobadilla para comprobar que Felicitas, se mantenía a pesar de los años, suspendida en el tiempo. Pensando en el futuro y no pudiendo soportar más la presencia del Gobernador que de cada dos ademanes  uno le servía para manosear a su mujer, se marchó en cuanto terminó su tema, prometiéndole a  Felicitas que la volvería a ver antes de lo que ella pudiera llegar a suponer o imaginarse.
No habían pasado cuatro días cuando el grito de Doña Consuelito heló la plaza.
El Gobernador y Felicitas, abrazados, la vieron desde el Fuerte cruzar corriendo con expresión despavorida en su rostro, mostrando la cabeza de su marido, Don Gonzalo. La traía tomada de los pelos, ensangrentada, lustrosa, con la mirada asombrada y detenida en el momento de morir.
Suspendida en el aire de toda la aldea, el rumor de una copla vibraba:

“Crees en brujas Garay
-el amo dijo al criado-
No, señor, porque es pecado,
pero haberlas sí las hay”.


                                                               Amanda Patarca

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