martes, 2 de febrero de 2016

EL DESLIZ (Tributo al Santito de Renca de San Luis).



El olor de la fritura de mis empanadas, bajo la lona de mi tienda, se mezcla con el de la yerba buena que brota de la tierra húmeda de lluvia. Milagro producido anoche quizá para festejar el día del Santito. Mi amoroso y sumiso guardián. Indispensable objeto de mis súplicas infinitas. Partícipe insospechado de mi recóndito malestar, fruto multiplicado de mi eterna caída.
Santito,  perdón. Perdón, Santito. Perdón.
Santito. Ni todo Renca te quiere como te quiero yo.
Por fin... Por fin asoman las carretas.
Los años anteriores, a esta hora, ya estaban dispuestas frente a la iglesia o alrededor de la plaza y su gente armando las tiendas para pasar el día. Canto, vino y amor para servir al Santito, el que por esperarlo todo, justifica todo, siempre.
Desde aquí observo el andar de la primera carreta acercándoseme lentamente, seguida por una larga fila de imagen borroneada, que termina en un punto turbio y espeso. La miro fijamente y el destello del sol entre la polvareda parece llenar de pájaros luminosos su llegada. El marrón quiere ser verde y sólo consigue confundirme. Veo trazos amarillos y otros sin delimitar que juegan con las formas. Los bueyes hunden sus cabezas y dejan que yo los imagine todo cuerpo, todo patas, todo lomo... Todo sombra brumosa.
Se forman y deforman. Se sumergen en la tierra barrosa y en el polvo ligero que lleva el viento y avanzan pesadamente.
Así los veo. Bultos arriba y más abajo luz. Cajones enganchados y sobre ellos la nube que sólo la envuelve a ella, delirante viajera deliciosamente interpretada por su propia imagen de mujer hundida en su vigilia esperanzada. Deslizándose ahora sobre los sucesivos escenarios encendidos con brasas arreboladas, dispuestos a los costados del camino. Majestuosamente espejada en este instante, en las numerosas, multiformes y abrillantadas lentes llamadas charcos. Silenciosos testigos ocasionales. Verdaderos captores de efectos iluminados, tales como las repetidas y extensas pobrezas reflejadas. Pobrezas pasajeras sólo para el que viene o se va y según sea su velocidad de marcha. Pobrezas indudables pero poseedoras de tal magnitud de claridad que reconocer su causa verdadera, ente las tantas posibles, existentes a la vista tan sólo en el extenuado cansancio de gran parte del género humano, proveniente de su obligación de soportar con el alma el excesivo e incalculable peso de su cielo ilusorio, se hace fácil para el que permanece quieto.
Camisa blanca como la mía aquel día. Chispas y luces, pájaros y risas que la unen a él. Él, el mejor, el único, el que logró no convencerla, como todos dirán mañana, sino el que se animó a invitarla sabiendo que ya había ella aceptado de antemano.
Brazos fuertes, frente ancha, torso amplio y protector. Mirada lejana. Casi diría que me alcanza como yo a la de él. Mirada exactamente igual a aquella otra que ya no percibo, aunque sus ojos me sigan mirando, pero que permanece intacta dentro de mí para recordarme insolentemente mi caída, mi llegada urgente con ritmo de huida. Del cerro al llano. Con él.

                               Amanda Patarca

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