miércoles, 13 de noviembre de 2013

LA BÚSQUEDA Amanda Patarca


(Alegoría patriótica II)

I
¡Cómo haber descripto antes esa casa, mi casa, si todavía no la
tenía comprendida!
Sabía, aunque intuía que no era ése, precisamente, el detalle
significativo de mayor peso, que se encontraba en lo alto. Y que sus
cimientos, proyectados como para sostener la más poderosa fortaleza
del momento, fueron levantados, fuertemente construidos, sobre
una extensión estratégica e inteligentemente elegida. Tierras éstas
que por haber sido consideradas nuestras a través de los sentimientos
de los antepasados, resultaron mías, sin títulos concretos.
Describir la casa que resultó, se me hace imposible pero, paradójicamente,
es esa tremenda imposibilidad la que me impulsa instintivamente,
es decir, sin resortes de control, a lograr mi propósito
especialmente hoy y de hoy, este momento.
Mi casa era muy grande de verdad. La vi grande de chica y la
seguí viendo grande a medida que el tiempo iba pasando y aún hoy
insisto en verla grande, quizá por aquello de los cimientos y de la
extensión estratégica de sus tierras.
Estaba construida sobre el peñasco más alto. Dicen que para
preservarla de las inundaciones. Pero ya sabía yo, porque lo pensé
mil veces, que si se salvaba de las inundaciones por estar arriba, no
se salvaría de algún desmoronamiento. Creo que comencé a pensar
en eso cuando la palabra relatividad encendió sus luces para que yo
reparara en ella y la dejara entrar en mí como lo hice, orgullosamente
convencida de mi nueva adquisición.
Mi familia, a pesar de habitar en lo alto, en una casa amurallada
y cimentada con la hidalguía de nuestra estirpe, sufrió la afrenta de
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la invasión de su intimidad por la imposición espartana del imperio
del orden. Los intrusos despojaron, a cada uno de los que componíamos
el grupo –entre los que me incluyo– de todas sus pertenencias.
Y a tal extremo llegó la usurpación que, adueñándose del brillo de
nuestras miradas, de la expresión de nuestras sonrisas, de los rasgos
característicos de nuestras facciones, resultantes forzosos de nuestra
forma de ser, manteniéndonos secuestrados y en total aislamiento,
como para impedirnos ser escuchados cuando nos destrozábamos
reventando de indignación, no sólo ocuparon nuestros lugares, sino
que más tarde engolosinados por la situación, se endeudaron con vecinos,
comerciantes, amigos y clientes nuestros, bancos y sociedades
nacionales y extranjeras, invocando nuestros nombres, usando de
nuestras garantías y representándonos con tanta autoridad, audacia
y señorío, que confundiendo estar con ser, se transformaron en nosotros,
completando nuestra ruina.
Gritos y sollozos cada vez más cansados se acallaron, primero
entre las mullidas paredes de nuestros dormitorios; más tarde,
dentro de las dependencias graníticas subterráneas que constituían
la gran planta conservadora que llamamos cave en homenaje a la
parte francesa y nord–Itálica–española de nuestro ancestro y a la que
accedimos por última vez, sin lograr poder desandar nunca más ese
camino, descendiéndolo por la húmeda y acaracolada escalera, confinada
en mi subconsciente, responsable de las exigencias que mi
cuerpo le impone a mi memoria cuando, necesitado, decide rescatarla,
separándola de la bruma que, por lo general, la desdibuja.
No puedo saber cuánto tiempo estuvimos en tinieblas, alimentándonos
solamente con lo que sin pensar habíamos resguardado
para conservar. Lo que sí puedo precisar, es la fulgurante diferencia
cuando, luego de encontrar el pasadizo intuido y de recorrer
arrastrados y a oscuras la distancia interminable que nos separaba
de aquel otro lugar misterioso, anhelado y temido, la luz llegó a
nosotros limpia, comprensiva, sabedora de nuestra lentitud y como
desafiando imprudente a los que nos habían infligido aquel refinado
suplicio.
Ese encuentro fue como una explosión de sosegada belleza.
A través del orificio el paisaje inconmensurable, abrumado por
el peso del resplandor, obligó a mi razón, que había permanecido
hasta ese momento en actitud de cautelosa espera, a colocar las manos
a los costados de la cara a modo de paréntesis, sólo para penetrar
en mi interior transformado. Aquel paisaje, más que una realidad,
parecía una explicación profunda y silenciosa surgida desde las entrañas
de la tierra. Y como no podía ser de otra manera, ya que habiendo
subido nos encontrábamos en la cumbre pero del otro lado,
debíamos descender para salvarnos. Y, entonces… nos aprestamos
para el descenso. La nieve cubría las laderas imposibilitándonos encontrar
algún camino. Mirando para abajo el plano se inclinaba más
y más. La ley de gravedad hacía lo imposible por entregar nuestros
cuerpos al valle inferior, distante kilómetros y kilómetros, nadie podía
precisar cuántos, y muchos días de marcha entre grietas, pasos de
agua, abismos, quebradas, vertientes, paredes heladas, ventisqueros...
Cuando el grupo se organizó, muchos ya no estaban allí. La
tensión, el ímpetu, la imposibilidad de la espera programada, los
precipitó haciéndolos estallar en la revelación de la incógnita final.
Nos restaba la esperanza de encontrarlos a salvo. Los más
cautos emprendimos el descenso programando cada paso, minuto
a minuto, sin dejar que nada quedara librado a la deriva, ya que
un paso en falso significaría caer al abismo, abrazado a la fatalidad,
descontroladamente.
Sin brújulas, sin sentido orientador, con pocos víveres y un
solo recipiente conteniendo agua, nos largamos barranca abajo, pensando
solamente en el maravilloso milagro de la vida palpable. Al
cabo de millones de días nos encontraron. Parece que, del total de
los que componíamos el heterogénico grupo de parientes, los respetuosos
defensores de los valores establecidos en nuestros estatutos,
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han quedado reducidos a menos de la mitad. Lástima, porque ahora
sabemos por experiencia propia o mejor dicho: por lo que fue pasando:
que para lograr ciertas cosas el número de la minoría no alcanza.
II
De los actos decisorios del ser humano, el matrimonio es el fundamental,
no sólo porque lleva a concretar la existencia de una nueva familia,
sino además, por las consecuencias de todo tipo que de esa unión suele
derivar. Ayuda mutua, amor recíproco, entendimiento, cooperación, por
sobre todo, cooperación. En ella, todas estas obligaciones deben encontrarse
relacionadas. La familia es la base de la sociedad y la sociedad
componente esencial del estado; del estado que es orden, continuidad en
la responsabilidad y felicidad para todos. El hombre es a la familia lo
que la familia es a la sociedad, lo que la sociedad es al estado, bajo el
impero de la ley, rigurosamente interpretada.
Eso fue lo que dijo el fiscal en el juicio que contra nosotros
iniciaron, muy pronto, nuestros acreedores, ex-amigos y vecinos, comerciantes,
gerentes de bancos, y directores de sociedades anónimas
nacionales y extranjeras, relacionados económicamente con nosotros,
desde tiempo inmemorial, con los cuales, invocando nuestro
nombre, operaron nuestros captores.
Aún hoy, todos quieren cobrar los créditos que quedaron pendientes
de pago. La casa no se vendió porque su precio verídico,
imposible de determinar honestamente, nos hubiera obligado a establecer
un precio de plaza que, por vil, no hubiera alcanzado. Tampoco
a cubrir nuestra dignidad. Pero como somos honestos y, de
alguna manera, queremos entregar, a cada damnificado lo suyo, ya
que no tuvimos la intuición necesaria como para contratar a nuestro
favor un seguro contra estafa, nos fuimos construyendo como para
soportar este tiempo de angustiosa espera de tiempos propicios, con
la ayuda de algunos hierros que logramos esconder, sin que ninguno
de nuestros captores se diera cuenta, una gran jaula, dentro de la cual
todavía nos encontramos amparados de los rabiosos y de los sucesivos
ocupantes, ninguno de los cuales demostró virtudes como para
recomendar. Ella nos está sirviendo como receptáculo de preservación
y de producción, dentro de sus dimensiones, de lo considerado
necesario para sobrevivir. Ya que el tiempo lógico de nuestra vida no
dará jamás la posibilidad de recuperar, medido en grado de sosiego,
lo que esa deuda, la expresada nos ha hecho perder. Como tampoco
las sucesivas deudas sobrevinientes, generadas por los consecutivos
nuevos moradores, consideradas, de igual manera, impagas por los
integrantes de la comunidad enjaulada.
Desde aquí, detrás de las rejas, observo otro precipicio. Parece
más profundo que el que pudimos dominar. Viviremos aquí hasta
que la necesidad nos haga amoldar la conciencia al curso de los
acontecimientos y hasta que convencidos, así como construimos esta
celda con el propósito de refugiarnos, la volvamos a desarmar para
lograr la libertad, cuando las circunstancias sean propicias. Desgraciadamente,
la palabra grupo está perdiendo su significado original.
Creo que uno a uno irá saliendo a medida que encuentre la forma de
hacerlo sin comprometer al resto. Esta es la única actitud coherente
del hoy llamado espíritu de grupo.
Todos los que estamos encerrados aquí, en este momento, sabemos
sin embargo, porque lo intuimos antes de haberlo pensado,
que debe haber otra salida, aunque la desconozcamos en la actualidad.
Detrás de lo que imaginamos nuestra jaula veo el paisaje helado,
incoloro, el que desanimado me descorazona invitándome a
dudar. Alargo la mano para tocar lo que parece nieve, pero debido
al fragor de la batalla librada dentro de mí, extravío la vigilia, me
distraigo, pretendo volver a la situación inicial, pero mis dedos se
han quedado pegados al peñasco nevado, luchando contra el calor
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extraño que irradia esta tierra que, rodeándome, me abraza, tratando
de despojarme de la energía que produzco para entender. El paisaje
blanco, contrapuesto al cielo, cobra colores alucinantes. El rojo, el
amarillo, el violeta, el azul... Se apretujan mutuamente. Cada uno
quiere predominar en mi pupila, luchando contra los otros. Uno
contra uno, luego uno contra algunos, uno contra muchos, aumentando
así casi imperceptiblemente la interrelación, hasta culminar
en una gigantesca batalla campal, en la cual los colores ensañados,
sobre todo los más prepotentes, se agreden entre sí. Y como quien
encierra en un baúl los harapos de una época ya pasada, cierro los
ojos y mientras aprieto fuertemente esos colores sublevados contra
mis párpados, para que con sus últimos estertores mi alma logre nuevamente
encontrarse con la paz, comprendo que todo fue una terrible
ilusión. El paisaje vuelve a ser blanco, no sólo para mí, sino también
para todos los que tomados de las rejas y a mi instancia exclamamos:
NIEVE, BLANCA, FRÍA, con el único fin de mantenernos no sólo
en comunicación lógica, sino con el entendimiento, transportado a
común denominador, lo más verídico posible.
Aquellos que flotaban atravesando rejas y cuerpos macizos,
desconociendo la fuerza de gravedad o ignorando la composición
de la materia, se volvieron a ubicar naturalmente en sus lugares para
iniciar, con todos, la búsqueda.

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