martes, 2 de febrero de 2016

SANTA CLARA Y LA LUZ (Cuento)

Violeta consideró que "ese" esperar más que un esperar era un desesperar. Por eso se dijo: A otra cosa...queridita ¿No eras vos la que porfiadamente se pasó la vida esperando que el signo de Acuario irrumpiera para sentirte gata, justificadamente? Y bueno... tal vez esta espera desesperada sea el signo. Entonces llegó. En tanto, el compact-disc que acababa de apagar y que escuchara aquella tarde, como todas las tardes, últimamente, millones de veces, a todo volumen y con perfecta nitidez de presencia, había terminado, al cabo de las horas, por transformar su cerebro -herramienta considerada sagrada y por esa razón cuidadosamente cultivada por sus padres- en un pegajoso mar de gelatina tan espesa como para hacer desaparecer en su arrastre cualquier tipo de cosa, por buena, normal, extraña, inofensiva, anodina o brutalmente tóxica, que fuera. Como, por ejemplo, los kilolítros de jugos gástricos, propios, elaborados inconscientemente por su cuerpo, en reacción contra las innumerables humillaciones de todo tipo, recibidas desde largo tiempo atrás, cuando a partir de su primera menstruación se le ocurriera ser libre. Ignorando lo que esa palabra le depararía de allí en más, lastimándola hasta conseguir hacerla sangrar por las llagas abiertas en su carne viva. Ocurrencia generada y puesta en práctica, exactamente, a partir de la época de la iniciación de los infinitos despliegues y repliegues de armamentos -que aún, pese al tiempo transcurrido, persistían respecto de ella- llevados a cabo en ese lugar indeterminado, en donde suelen desarrollarse los duelos amorosos, ¡uf! por todo aquello relacionado con la toma de posesión de un cuerpo frágil por parte de algún varón, ansioso y casi siempre fuertemente acongojado ante la insistente negativa de la mujer virtuosa. Violeta, que ignoró a sabiendas el valor intrínseco de ese adjetivo, especialmente el asignado por la grey creyente, en el ámbito religioso, sólo atinó a rememorar, ubicada en medio de la bruma aportada por los años, lo que su primer amante musitó a su oído de mujer ya púber, aunque muy reciente, una oscura noche en un también oscurísimo lugar: "Espero, amada mía" -así le dijo- "que esta fuerte experiencia concretada por ambos, haya significado para ti lo que significó para mí: Un vuelo hermoso... Un momento de goce en las alturas del cenit en conjunción con la aurora y su luz". Agregando después de un suspiro " ¡Y en íntima comunión con Dios!" El muchacho había sido seminarista. Iniciación. Tiempo que comienza en la mujer, cuando su interior, húmedo y pegajoso como la gelatina del cerebro de Violeta, reclama ese algo que las circunstancias se obstinan en impedir, aduciendo que la represión que sobrevendrá a partir de ese instante, es la gracia con que la suerte premia siempre a las voluntariosas o al revés. Y que... en fin, que se dejaran todas de embromar como le dijo a Violeta justamente su circunstancia, porque para hacer "eso" todavía le quedaba mucho tiempo. ¿Para qué apurarse, entonces? Y esa era la verdad pero no lo era tanto para ella. Transitaba por los catorce, la edad de la reacción endocrina perfecta, así le dijo su médico justamente ayer. Violeta se acordó de pronto de su prima Alicia, de su mamá, de Margarita, la que se había casado a los veintisiete, con el velo en la cara. ¡Que disparate! ¡Habían pasado ya tantos años! ¿Por quién protestar? Seguro que por ella no. ¿Entonces? A esa altura no alcanzaba ya a comprender por qué el vivir, hoy, le estaba demandando tanto esfuerzo. Por eso, mientras esperaba al que prometió llegar algún día, escuchaba compac a todo lo que daba hasta hartarse, para tratar de poner luego la mente en blanco consiguiéndolo sólo cuando su cerebro ensayando, antes, varias respuestas ininteligibles llegaba a decirle sí con la cabeza. Ese era el indicio más que suficiente para comenzar la cuenta a oscuras, como le habían enseñado en control mental. ¡Su cerebro! Su cerebro, ya absorbía cualquier cosa menos el dual y delicado placer fruto de su instinto. De efecto rápido y cenit automático, además. Lo sabía, por eso casi resignada se encontraba dejándose llevar inconscientemente a la celebración de esa súbita llegada a la estación llamada santidad dentro de la cual, aunque se desee, no es posible cometer pecado alguno. Tal vez por eso no buscaba moverse. Pero ahora...¿Qué le estaba pasando, ahora? Ahora, algo parecía cambiar. ¡Estoy salvada! gritó Violeta apagando, de golpe, el grito para poder estirar sus labios, apretándolos, a la manera de una sonrisa escéptica, mientras sus ojos de abrían cada vez más en señal de alegría. ¡Su cerebro! ¿Se estaría rebelando nuevamente como entonces? ¿Sería el mismo que aquel que la mantenía sometida obligándola a preguntarse "why not", cada mañana, durante su juventud? ¿Que pasa con la luz? se preguntó angustiada cuando todavía aturdida volvió en sí, en la penumbra de su cuarto. ¿Condena o redime? Ante la irrupción de tamaña incógnita Violeta, que mantenía la cabeza sólidamente adherida a su almohada, incorporándose violentamente, no pudo menos que sonreír al reconocer su exaltado semblante, dentro de la luna cristalina de su espejo biselado. Sabía que estaba sola y que seguiría así por mucho tiempo. Por todos los años que le restaban de vida, tal vez. A no ser que el anunciado y tanto tiempo esperado se hiciera presente o llamara o llamara ella a alguien, un otro, para que el hilo de esa voz, o la del otro, cualquiera que fuese, la volviera a unir con la realidad a través del esfuerzo que esa realidad le demandaba. Por todo eso una vez conseguido ese estado de reposo que sólo una buena relajación otorga, asombrada se escuchó, de pronto, contando in decrescendo desde el número cien, como le habían enseñado hacía varios años. Fue así como sin poder explicarse jamás el por qué de dicho acontecer, Santa Clara se le presentó en pantalla como "la imagen deseada" pero a la vez y coincidentemente rechazada de la forma de ser que, sin vacilaciones, se suponía debía tratar de concretar en un futuro inmediato. Ochenta y cinco, ochenta y cuatro, ochenta y tres y Santa Clara seguía allí, interponiéndose entre sus esperanzas de dicha autorizada y la triste realidad que la aquejaba. Sesenta, cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, Santa Clara no se iba. Había salido del centro de la pantalla para ubicarse movediza a su lado alumbrando a pleno el pequeño ámbito con toda la magnitud de su esbelto cuerpo, prometido y no entregado a San Francisco -así quedó en la historia y para siempre- Con esa luz, Santa Clara derramaba, en especial, fulgores sobre las líneas marcadamente onduladas, reproducidas también por los espejos, correspondientes al todavía formidable cuerpo de Violeta, inmóvil. Treinta y ocho, treinta y siete, treinta y seis, Violeta entreabrió por un segundo sus ojos y allí, desafiante y segura Santa Clara persistía. Luces blancas, lilas, amarillas.. Luces como flores, flores como luces, como debía ser para que los objetivos deseados se cumplieran y pronto. ¡Apártate, Clara! se escuchó gritar. ¿No te das cuenta de que la luz tan pura que tu cuerpo irradia está sumiendo en sombras a la aurora? Quitándole potencia tal vez me sea posible hallar algún camino. ¿Que pretendés con tu presencia aquí? ¿Neutralizar la ambición de mi piel o aleccionarme? Jamás a Violeta se le hubiera ocurrido pedirle al destino justamente eso, el desapego con el cual vencer. Ni tampoco parecerse a ella. Esa Santa Clara, fulgurante ángel que le hablaba en lenguas y que ella, tal vez por milagro podía seguir. Veinte, diecinueve, dieciocho...Fue entonces cuando dejándose llevar, capturando en pleno vuelo la intención de su mensaje, Violeta comprendió. Siete, seis...Ensoñación...¡Alfa! Poseedora de la clave al fin y ubicada donde debía haber estado siempre, en ese exacto punto de convergencia del tiempo interno, impostergable, con el espacio infinito; entre la bruma del sueño y el consistente peso de la vigilia, Violeta se durmió en silencio y despertó más tarde, con Clara metida dentro de su corazón. Con Clara la mujer con mayúsculas, la que consiguiera dentro de la esfera ordenada y regida por los otros, entretejer la muralla protectora más perfecta. Una trama volátil, casi etérea con la cual consiguiera separarse del mundo, de su ruido y de la gente para tenerlo todo en el Dios, su Dios del amor al cual, en un primer momento le fue casi imposible poseer en éxtasis perfecto. Clara se valió de la luz para atraerlo. De esa luz que consiguió de aliada cuando, convenciéndola, logró que se apartara de sus ojos, apagándolos. Se valió de esa luz que le indicó el camino para llegar a El, señalándole con sombras los desvíos. Y el valor de la aurora, del ocaso y el de su propio deambular durante el tiempo que la tierra tarda en dar su vuelta diaria. Violeta supo entonces, con toda claridad que Dios se alojaría alguna vez en ella. En su interior, se dijo. Iluminado a impulsos de su propia fragua. Cuatro, tres, dos, uno. Terminada la cuenta regresiva el rostro inexpresivo de Violeta en la penumbra de esa jaula abierta y su cuerpo casi muerto, distendido sobre el lecho, hablaban por sí solos del terrible ejercicio y del esfuerzo. La realidad, como ocurría siempre después de una sesión, nuevamente se metió en su piel. Se sentía tan sola...¡Tan sola y desdichada! Se había propuesto ser hermosa. Poseedora de ese temible encanto que, de acuerdo a su criterio, sólo la belleza podía otorgar. Se había propuesto tantas cosas cuando apagó la luz desesperada por la soledad que la ausencia de él le provocara que olvidó, al comenzar a contar in decrescendo y presentársele Clara, el concreto proyecto que debía exponer en la pantalla. Que él volviera, imploró. O que la llamara. Que volviera pronto para volver a ocupar, junto a ella, su lugar en la cama. Violeta lo necesitaba tanto como Santa Clara a Dios. Lo necesitaba... porque su presencia le otorgaba esa sensación de placer y seguridad que sólo el amor y el convencimiento de la existencia de Dios pueden dar. Y porque la hacía sentir viva, así decía. Tal vez Dios viviera en él. Más exactamente dentro de él... Dentro de su propia carne. Seguramente, le contestó Violeta en voz alta a su pensamiento. Tan seguro y cierto como que el timbre sonó y al asomarse... ¡El estaba allí! ¡Había llegado. Para que la luna, desde su sitial, pudiera contemplarlo todo, la ventana blanca de su dormitorio, hacía días que esperaba abierta. La noche era verano, era quietud, era aire caliente, era retorno, era dicha, era amor... El varón de Violeta, se acostó con ella ocupando el lado derecho de la cama grande. Se besaron. Frotándose las piernas apartaron las sábanas de raso que los envolvía acariciando sus cuerpos perfumados. Transpiraron abrazados hasta que una ráfaga de fuego los invadió. Una leve llovizna de ceniza tibia, cayendo sobre ellos mientras recorrían sobrevolando las playas de azules mares, los deleitó. El espacio fue testigo del cenit de ese viaje. La ejercitación para el regreso a la eternidad se había consumado, en plenitud. Mañana, sin falta, Violeta convocará a Santa Clara. Habrá de hacerlo como si se tratara de un imperativo categórico. Entonces, en cuanto aparezca, le contará, con lujo de detalles lo que por fin, respecto de sus vidas, pudo llegar a descubrir: Que las trayectorias de los caminos que a destiempo ambas debieron recorrer, tuvieron, sin embargo y a pesar de todo, un punto esencial de coincidencia, el del "cenit del éxtasis", ubicado a igual distancia de cada una de ellas y a una misma altura. En la exacta intersección de las dos líneas que conforman, aunque invertidos, los dos conos cromáticos opuestos: el de la luz y el de la sombra. Le dirá también que esa formidable inclinación que equilibraba las opuestas tendencias de sus almas fue la que, precisamente, terminó por hermanarlas en el amor; en su singular manera de expresarlo. Porque cuando con la luz de su cuarto encendida y su cuerpo apagado lograba Santa Clara, llegar al cenit del éxtasis poseyendo a su Dios -su amor por un instante- el espacio exterior, cercano a ella, se iluminaba, justificándolo todo. Más, cuando con la luz de su cuarto apagada y su cuerpo encendido lograba Violeta llegar al cenit del éxtasis, poseyendo a su amor -su Dios por un instante- el espacio exterior, cercano a ella, también se iluminaba, justificándolo todo. Mañana, a esta misma hora, ya Violeta, le habrá contado a Santa Clara, todo. FIN

1 comentario:

  1. Este cuento se encuentra en el libro "El que se muere pierde" Informamos que Santa Clara fue novia de San Francisco en la época medieval de Fundación de Conventos.

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