martes, 22 de enero de 2019

A INSTANCIAS DE DON CUCHO (Cuento).

A  INSTANCIAS  DE  DON  CUCHO  (Cuento).  

No sólo conozco a don Cucho sino que, además, lo aprecio. Y hasta podría afirmar que lo admiro, con esa clase de admiración canina que sólo un perro puede sentir por el que se comporta como un amo, es decir como un señor. No porque me tire un hueso. No. Más, nunca le acepté propina. El mismo lo puede decir. Solamente acepté de él, eso sí...
No, déjeme pensar... No era que aceptara, más bien los esperaba. Eso, los esperaba. Sus consejos, sus increíbles consejos... los que venían y yo siempre tomaba como para que no salieran nunca más de mi. Para darme ánimo. Para que de alguna manera me sacara esta timidez que todavía me queda a pesar de lo que ocurrió y sigue ocurriendo y que para mi tiene mucho que ver con lo que vengo leyendo. Del  género policial, claro. ¡Qué sé yo!
¡Sus consejos! Los que jamás me llegaron así porque sí, como llegan a uno todos los que dan los padres plomos. No, éstos, de los que estoy hablando, llegaban pegados a esas historias tan lindas... Como las que solía contarme cuando me encontraba cabeceando ya de sueño, detrás del mostrador de la conserjería, algún sábado a la madrugada. El las llamaba anécdotas... Total, que al final se quedaba mirándome con esa cara de calavera de tango sin edad que la experiencia acumulada de viajante ajetreado otorga siempre. Adiestrado a la perfección, en su caso, para conseguir acaparar la atención de todos pretendiendo, además, pasar desapercibido. Al terminar sonreía sin abrir los labios. Tamborillaba al unísono los largos dedos de sus robustas manos, uno de los cuales se lo había arruinado un chimango en funcionamiento y mirándome sin mirar nada, o no, porque tal vez lo que miraba era el aire cargado de humedad y olores, desaparecía para aparecer luego, al cabo de otro de esos largos viajes, abarcadores de un sinnúmero de lugares del interior, cuyas ciudades tenían nombres tan raros como para que nadie pudiera recordarlos cuando pretendiera nombrarlas. Tilisarao, Renca o Naschel son de los pocos que me acuerdo, nada más que porque se tomó el trabajo de explicarme lo que querían decir esos nombres.
Ya hace tiempo que no lo veo. Que vive, vive. Alguien, hace muy poco... se refirió a él y no precisamente como muerto. Fue justamente aquí, en fin... A mi, les diré, me salvó la vida. Así como lo oyen. Y aunque algunos opinen  que en las discusiones se las da de ganandor, yo no puedo repetir eso. ¿Qué quieren que les diga? Siempre me pareció un gran tipo. No desde que comenzó a venir al hotel sino desde mucho tiempo antes. A partir del momento en que decidiera construir su casa cuando se casó; el hogar conyugal, así le dicen, justamente enfrente del ángulo más profundo de la curva de Todd, el lugar más peligroso de la Ruta 8, exactamente a cinco Kilómetros de Arrecifes yendo hacia Pergamino. Lo admiré, sí. ¿Y por qué no admirarlo? me digo siempre. El es Blanco de apellido y como todos los Blanco llevan el Espíritu Santo sobre sus cabezas. Y una vez yo se lo vi. Fue el día que llegó un primero de enero. Apenas estaba amaneciendo y el sol recién salido  le remarcaba el contorno de su cabeza lustrosa con resplandores dorados que latían como acompañando a su corazón. Nunca su presencia me impactó tanto. No sé si se han dado cuenta que soy... más bien brutito, aunque leer leo, pero sólo cuentos o novelas policiales, eso sí. Por mi formación, digo, no puedo creer en la poesía, aunque acepto que no fueron pocas las veces que quise acercarme a ella. Tal vez porque estoy convencido de que no llegaré nunca a captarla tal como dicen que con ella hay que hacer. Pero ese día... No sé si estaría soñando o qué cuando él llegó, pero me pareció que venía envuelto en poesía o en algo que, seguramente, se parecía mucho a ella. Al saludarme, fue su presencia la que me sobresaltó pero su pregunta me obligó a despertar del todo. -Desde que trabajás aquí- comenzó diciendo -¿Alguna vez fuiste testigo o partícipe de algún asalto?-
¿Partícipe? ¿Si tomé parte? Avise don- le contesté -En algún momento y de eso ya hace bastante tiempo, fui liebrero y hasta nutriero... no lo niego pero de ahí a...
-No Pichón, no entendiste- me contestó paternal -sólo quise preguntarte- si fuiste víctima de algún atraco. A los hoteles suelen tomarlos de punto, especialmente cuando están llenos. No olvidés que los turistas siempre andan con dólares-.
Les cuento que ya me gustó más. La explicación llegó a tranquilizarme. Tal vez por eso, convencido de que Don Cucho no me había confundido con un delincuente, hasta tuve tiempo de sonreirle fugazmente, en señal de nueva puesta en marcha de sincera simpatía de mi parte. Eso, sólo unos momentos antes de que me diera las instrucciones que aún hoy, después de tanto tiempo, valoro más que a todas las recomendaciones juntas que me hiciera mi madre para sacarme juicioso. Cosa que, al parecer no consiguió del todo. Aunque pensándolo bien... Que sé yo. Vaya uno a saber...
De todos modos, así como hasta el día de la formulación de la pregunta, jamás había pasado por mi cabeza la posibilidad, siquiera, del peligro de tomar parte en un asalto, con tiroteo, enmascarados y todo lo demás, desde ese momento, olvidándome de las instrucciones de don Cucho, elaboradas para el caso, el miedo brutal de que ocurriese uno, mientras cumplía mi trabajo, me obligaba a considerar "refugio" a cuanto lugar cóncavo con posibilidades de ubicar el cuerpo entero existiera a mi alrededor.
No habían pasado cinco días desde la conversación que generara mi relato cuando, de pronto, inesperadamente, la energía que mantenía dominadas las riendas con las que siempre, luego del envión, yo concretaba la realización de mis actos, me jugó sucio haciéndome girar sobre mis talones, obligándome por la fuerza a tomar por una diagonal de tránsito liviano, totalmente desconocida para mi. Ya verán. Y como yo seguía siendo el mismo, de éso no tenía ninguna duda, al cabo de un instante comprendí lo que realmente había pasado: que el destino final de esa actitud había cambiado de lugar.
Esto que les cuento me sucedió cuando en el hotel se realizaba un Encuentro Nacional de Poetas Místicos lo que hizo que se encontrara tan colmado que había huéspedes durmiendo hasta en los ascensores. Los organizadores consideraron que ese era el lugar ideal para trabajar sobre los misterios insondables del más allá trascendental, dado que no había nada para ver ni dentro ni fuera del hotel ni tampoco en los alrededores lejanos. Así fue como, mientras transcurría aquella madrugada consejera en la que Don Cucho, simplemente, pretendió alertarme de las ventajas que genera en el hombre la práctica a propósito del dicho "Es mejor prevenir que curar", sucedió el hecho, tal cual me lo describiera como ejemplo. Tres encapuchados apuntándome con sus revólveres me aconsejaron no perder la calma que, dicho sea de paso, jamás perdí gracias a la "positividad" del ensayo previo, efectuado algunos días antes, justamente con don Cucho. Además, me vi obligado a mantener la mirada sin indicios de expresión como así también las manos bien en alto, sin demostrar cansancio, casi en una actitud de gozo, como pretendieron que me mantuviera durante todo el tiempo que duró el asalto. Me gritaron un poco, tal vez, eso sí. Al parecer querían de mi el mismo semblante que acababa yo de contemplar en los poetas, conmovidos como se mostraban, por el misticismo que emanaba de sus poros debido, seguramente, a los sublimes textos leídos durante todo ese día.
La madrugada seguía avanzando. Los participantes del Encuentro dormían, ya. Los encapuchados, cansados de esperar algún movimiento, comenzaron entonces a cumplir con el ritual que don Cucho me había adelantado. Primero se sacaron las capuchas. Total, dijeron en voz alta, aquí nadie nos conoce. Yo asentí con la cabeza porque, efectivamente, esa era la verdad. Ahí, sin hacer el menor ruido y con los brazos que se me iban cayendo como consecuencia del peso de mis propias manos, comencé a poner los ojos con mirada de entendedor sobre el cuerpo del más altanero, según la recomendación de don Cucho. Y como ni se movió, apreté un poco más la tuerca de mi aparato mental y siguiendo con las instrucciones precisas, me ofrecí para cebarles mate. Aceptaron, pero me di cuenta de que sólo fue para hacerme algunas preguntas por demás idiotas. Que a qué hora venía el conserje principal. Que cómo era que habiendo tanta gente no apareciera alguno de los dueños, aunque más no fuera para sonreír y saludar como hacen en todos los hoteles. A esa pregunta y a otras por igual de tontas que siguieron repitiendo una y otra vez, yo les contestaba siempre lo mismo: que sólo me encontraba allí para cuidar de noche. También les dije -tal vez con el propósito de terminar de convencerme a mi mismo- que manteniéndome en esa absurda actitud -de huésped místico, especialmente cuando ellos tomaban mi mate- yo de igual modo seguía cumpliendo férreamente con mi deber de cuidar la casa, el Gran Hotel, propiedad de esa mujer desconocida, que me pagaba para eso, a la que llamaban, sin que se supiera por qué la "Anónima". Además, les pedía por favor que no me preguntaran más por los dueños porque yo sabía, de buena fuente, que desde su inauguración no había dueños sino sólo una dueña, pero que no se hicieran ilusiones de conocerla porque ella, como hacen todos los alcohólicos que no quieren que los vean bebiendo, no se deja ver jamás. Y no me miren así porque sé lo que digo y lo sé porque tengo oídos para escuchar.  ¡Qué se le va a hacer!
Cuando ya comenzaba a clarear les pregunté si querían algún cafecito y como me aceptaron todos, utilicé el agua del termo de dos litros que siempre tengo a mano, debajo del mostrador, al lado de los libros de taqueros que cuando me desvelo devoro mientras tomo mate.
Aquella noche se tomaron dos o tres cafés cada uno, sin azúcar, ­que asco! Y me hicieron preparar más, por si alguno de los huéspedes, al bajar, pedía.  También me hicieron preparar una bandeja con unos cuantos pocillos limpios, cucharitas, servilletas de papel y la azucarera, que tuve que recargar porque, como siempre, cuando uno la necesita la encuentra vacía. Hasta me hicieron ir a buscar edulcorante al comedor, dándome así una real prueba de confianza ¿No les parece?. Yo les prometí cooperación, eso sí. No por miedo sino para que no me hicieran daño. Las torturas siempre me espantaron. No podría nunca llegar a imaginarme a mi mismo con fósforos encendidos debajo de las uñas quemándome la carne, ni maltratado. Tampoco con un tiro en la cabeza o en el corazón. De allí que mi simpatía por don Cucho se intensificara a partir de aquel día, mientras ensayábamos. Por eso me atreví a decirles que si yo les ofrecía mi lealtad era porque estaba decidido a ser leal, de lo contrario no me hubiera animado a comprometerme  cómo me estaba comprometiendo, sin necesidad. Porque, sépanlo, cuando yo prometo, aseguré, cumplo como el mejor. Tal vez... continué diciéndoles, me he dejado convencer. Ya veremos. De todos modos les confieso que me está gustando ser aliado de ustedes. Hasta ahora se han portado muy correctamente conmigo. ¿Qué más puedo pedir? No sé qué quieren robar ni a quién. Aquí, sépanlo, nunca dejó nadie nada. Algún paraguas, algún paquete... valijas, bolsos. Pavadas. Ni sé, tampoco, si en el hotel tendrán algo de plata para ustedes, porque... parece que tienen un grave problema. El de la quebradura de alguien. Así que... A propósito ¿Se habrá quebrado Doña Anónima? Bueno... yo sólo me estoy preguntando... nada más.
No terminé de pronunciar la última frase cuando el único que quedó a mi lado, ya que los otros se apartaron un poco como para investigar el terreno, apuntándome al pecho con el revólver, aunque sonriéndome, comenzó a tranquilizarme, enseñándome, con su propia actitud, qué era lo que yo debía hacer para cooperar y por sobre todo cómo. No tengas miedo. Tampoco te preocupes porque esto es puro teatro, ya vas a ver. Vos, lo único que tenés que hacer, de ahora en más, y ojo porque ésta es una orden, es servirles a los que te pidan algo, lo que te pidan como para poder luego indicarles el camino, sin que desconfíen. ¿Entendiste? Afirmativo, le contesté. Cuando le dije así y escuché su carcajada sentí que empezaba a  gustarme demasiado aquello que seguramente haría. El juego terminó de atraparme por completo cuando me di cuenta de que ese "todo", al que me estaba sometiendo solo, consistía en convencer a los poetas místicos, a medida que iban apareciendo en el hall, que debían dirigirse, sin pérdida de tiempo, al piso de abajo utilizando la escalera, para completar el registro de ingreso y recibir un catálogo de información turística. Así hice y según parece a la perfección. Demasiado fácil resultó todo, aquel primer día. Tanto que al irse, antes de ponerse nuevamente las capuchas para lanzarse como flechas a la calle, uno de ellos me tiró un paquete que atajé desde atrás del mostrador, como lo hubiera hecho el arquero de Vélez. Esto es tuyo, pibe, me gritó mientras corriendo desaparecía. Te lo ganaste, campeón. La semana que viene tendrás noticias nuestras. Chau. No lo abrí hasta llegar a casa. Ahora, por cábala siempre hago lo mismo. Y no les voy a confesar nunca cuanto gano por año con esta changa semanal porque van a pensar que soy lo que algunos llaman "cómplice" pero para nosotros por tratarse de un simple juego nos autodenominamos los "aliados". Llevamos siempre la de ganar y eso, así parece, es lo que lo torna un poco peligroso. Un poco más, tal vez, que cuando siendo otro el grupo, salíamos con los galgos y la chata, que siempre se quedaba sin nafta porque le faltaba la tripa. ¡Cómo dejar de recordar aquellos días!... no tan lejanos, dos años atrás, apenas, cuando haciendo como que cazábamos liebres o nutrias, después de llenar las bolsas con fruta verde porque jamás llegábamos a encontrar fruta madura en las plantas, nos vengábamos llevándonos alguna garrafa o algún petromás. Y si se nos daba la loca, algún colchón, nuevo eso sí. Y si ese día llegábamos a tener un poco más de suerte, alguna pieza de tractor, de paso. Sin embargo... esto me gusta más. Aunque a veces siento nostalgia. Hay hoteles que hasta quisiera quedarme. En este preciso momento estoy cumpliendo el rito, como ellos dicen. Ya hice café. Les cebé mate a todos. Creo que tengo fiebre. Ya son las cuatro de la mañana y abajo debe haber por lo menos cincuenta. Son todos bacanes. O sea que lo que se les pueda sacar, a ellos no les cuesta, prácticamente, nada. Lo reponen enseguida. Mejor así. Vinimos porque aquí se está desarrollando, desde ayer, una Conferencia Internacional sobre "Fosfato Diamónico". ¿Qué será eso?. Tal vez se trate de algo para mejorar la conciencia. El fósforo ¿no sirve para hacer pensar?  Mi tía Carmen decía éso, me acuerdo. Como también decía que era veneno, que no había que ponérselo en la boca. No acabo nunca de agradecerle a don Cucho por haberme enseñado a confiar en el mantenimiento del equilibrio, a partir del "prever", imaginando todo tipo de situaciones límites, "desestabilizantes" como él las llamaba. Gracias don Cucho. Por usted he aprendido a tomar recaudos... a ser sagaz... bueno, medianamente. Yo puedo afirmar, hoy, y por fin con derecho, que el éxito que consiguieron las actividades de mi grupo radica, exclusivamente, en saber hacer cada cual lo suyo, a la perfección. Yo, que sólo vengo a ayudar haciendo siempre de conserje, porque las circunstancias se me dieron de este modo, sé muy bien lo que tengo que hacer, estemos en el lugar que estemos. Por eso, mucho antes de que encuentren al conserje de verdad, el que en este momento está atado como un matambre aquí, a mi lado, inmovilizado bajo el mostrador, entre mis piernas y el termo y con la cabeza apoyada sobre el libro de cuentos policiales que me traje, yo voy a estar abrazado a mi paquete, corriendo a más no poder, bien lejos de este lugar.  ¿Qué son esas sirenas? ¿Y todo este alboroto que me aturde?  
¡Tiros!  ¡Escucho tiros! ¿Les estarán tirando a ellos? ¿Por qué? ¿Y justo acá... que todos pueden re...poner....la... plata...tan... tan... fá.... cil..... mente.....?  ¡Hay Dios mío!  ¡San...gre! No.... permi.... tas.... que.... me...........   ¡Don Cucho!... ¡Pronto! ¡De vuelta ... la hoja! No.. se... dis ... trai... ga, Don ... Cuch ...

FIN

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