martes, 22 de enero de 2019

MILANESEANDO

MILANESEANDO. La milanesa, luego de conocerse innumerables testimonios de hechos parecidos,  producidos por su causa; incluído el que, mucho tiempo después, también a mí me ocurrió, debido a ella, se plantó, muy ufanamente, dentro del imaginario colectivo, representando al factor generador, primordial por excelencia, del encono más profundo que pueda existir sobre la tierra, entre una nuera  y su suegra. Eso así, según mi actual leal entender y el de muchas. Viva o no viva, este binomio, en una misma casa.
¿Cómo explicar lo que quiero decir y que tiene, a su vez, mucho que ver con lo que a mí me ocurrió?
Por de pronto, no veo la necesidad de responsabilizar a esta inocente concreción carnal proveniente de la criatura humana, porque ella, debido a la simple característica de pertenecer a la categoría de cosa material, no nos va a responder, como lo hacen, de manera normal, los responsables. Pero creo, sin embargo, que aunque, sin necesidad de relacionarla con la moral o el derecho, contaminándola con el pecado o con alguna culpa, para endilgarle el rol de inaceptable o de delincuente, ella ya se ha constituido, sí, en merecedora de la más feróz de las sanciones: la de ser destruída por aplastamiento. Como la que hace ya tiempo le apliqué yo, sin miramientos, ni disimulos. Y lo hice tal como lo hacemos todos con una cucaracha, en el instante de matarla apresuradamente, sin detenernos a constatar si se encuentra aún con vida o detenida horrorizada, con las patas para arriba. Porque si la aplastáramos mientras está corriendo, la circunstancia, considerada distinta, nos llevaría, igualmente, a lo mismo: a aplastarla, demostrandole al mundo que, cuando de aniquilar o destruír se trata, en ciertos casos no nos permitimos detenemos en excepcionalidades. En fín… La cucaracha, sabemos todos, es insalubre, la milanesa, por el contrario, no lo es. Y ¿¡qué otra cosa decir de ésta, la de este comentario; la prodigada rebozante de todo tipo de nutriéntes, de la cual me estoy ocupando, consternada!?     
A nuestra milanesa, la que yo sí podría tildar de culpable irresponsable, aunque sepamos todos que verdaderamente no lo es, luego de padecer el encono de mi parte, por su existencia olorosa y crocante como una medialuna de Proust, sólo le restó morir enfilzada en la loza del plato estampado contra el piso, al lado de la alacena, entre el banquito y la escalera. Y todo esto le ocurrió a la pobre después de padecer otras tantas penurias, sufridas, todas, durante su confección. Me refiero al apretujamiento compulsivo de su carne, con el cabo del hachita, para conseguir su blandura; al baño pegajoso en huevo revuelto, impregnado en perejil picado y ajo y, lo peor: su posterior cocción en aceite o grasa hirviendo o encerrada en un horno caliente a moderado; eso, en el mejor de los casos o a temperatura de más de trescientos grados, por algo más de diez minutos, de lo cual no puedo dar más detalles porque ahora, a esta altura de las circunstancias, no recuerdo de qué manera concretó la cocción.
Algunos como yo dirán como dije entonces: que muy bien destruida estuvo. Pero, claro, mi suegra alegó lo contrario. No sólo dijo que eso fue una animalada de mi parte, porque ella era una buena mujer que se había hecho más de cuatrocientos kilómetros para darnos una sorpresa sino porque, además, las milanesas desarmadas, malheridas y desparramadas como estaban, nos miraban desde el piso cual cucaracha horrorizada o ratón en ese mismo trance. Aquí debo hacer un alto para confesar, nobleza obliga, que no se trató de una sola milanesa sino de cinco y agregar, además, el condimento que le está faltando a la dramatización de esa situación altamente conflictiva. Me echó en plena cara, en presencia de su hijo y los chicos, los que ya se encontraban sentados a la mesa, esperando,  lo que nunca debió haber dicho: que habían sido hechas con la receta exacta que su mamá, antes de morir, le dejó expresamente a ella, por escrito.
Ese, su hijo; su único hijo, mi ahora ex marido, después de la cachetada que me plantó del revés en pleno rostro, cuando al instante se levantó electrificado, pegando un portazo desapareció. Todo pasó mientras ella, la innombrable, la iniciadora del descalabro, proseguía explicando lo que ya nadie quería saber: que a esas milanesas no les faltaba nada; que eran perfectas y que las había hecho para que, de alguna manera: ellos, su hijo, ¡el único!, recalcó; y sus nietos, se dieran cuenta reconociendo lo que, de por sí, esas milanesas testimoniaban.  Ese apetitoso manjar no fue hecho para vos, que por ser mi nuera sé muy bien que no me querés. Para ellos fue hecho. Por los cuales, prosiguió sin parar de llorar, ella se mantenía con vida, a esa altura de sus años. Aunque dentro de la soledad más espantosa.
Ahora, yo sola y sin marido, no me pregunten por qué, y con dos hijos adolescentes que criar; los cuales me piden siempre que haga las milanesas con la carne machacada con el mango del hachita y maceradas en huevos batidos, con el agregado de mucho ajo y perejil picado, trato de justificar mi antiguo arrebato preguntándome lo que todavía no le dije a nadie: ¿Porqué, aquel día, un segundo antes de ese bochornoso escándalo, se le habrá ocurrido, a esa mujer, mi ex suegra, ya fallecida, ¡pobre!, confesarme, justamente a mí, que había venido, entre otras cosas, a enseñarme a hacer las milanesas, porque su hijo las extrañaba?
                                                               FIN
                                                                                        Amanda Patarca.

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